Este año, el Festival Internacional de Santa Lucía (FISL) llegó a la mayoría de edad. Lamentablemente, a 18 años de haberse fundado y tras perfilarse en sus inicios como un gran festival, parece haber perdido el rumbo. La tan cacareada “cultura que se construye desde una nueva gobernanza”, a decir de Melissa Segura, la insustentable Secretaria de Cultura de Nuevo León, evidencia la indefinida identidad de un festival cuyos “95 espectáculos de 31 compañías locales, nacionales e internacionales, 29 exposiciones de arte, 19 diálogos, 33 funciones de cine y dos concursos” refrendan la idea de que han sido programados sin más afán que nutrir la numeralia, con muy poca exigencia y un gran desconocimiento de los estándares de calidad que rigen aquellos prestigiados festivales internacionales como el que éste alguna vez aspiró a ser.
Lo he dicho antes: cometieron el mismo error que acabó abaratando el renombre que, alguna vez, también tuvieran el festival de Álamos o el Cervantino. Hicieron a un lado lo grandioso para optar por lo grandote, y el conejote XXL de Amanda Parer, instalado en la extensión de la Explanada de los Héroes, lo ejemplifica a la perfección. Más que la pobreza de miras de los “altos funcionarios”, lo más trágico fue la pobreza en la que se vió el FISL a menos de un mes de iniciar sus actividades: al igual que a tantas Secretarías locales, Samuelito les redujo inmisericordemente el presupuesto. Hubo que renegociar contratos y reprogramar prácticamente todo, para que –como dice la publicidad que tapiza la ciudad-, se puedan terminar “en tiempo y forma” las obras prometidas para el Mundial, según “detonó” Plácido Garza en su leída columna de este martes 21.
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Viajé a Monterrey el fin de semana pasado para asistir a la comida que Doña Liliana Melo de Sada brindó a nuestro mayor “obrero de la cultura”, el gran Armando Colina, paradigmático galerista y artífice de memorables exposiciones internacionales, y para presenciar la segunda función de La Traviata que, gratuitamente, presentaron Conarte y el FISL en el Teatro de la Ciudad; y puedo decirles que, no en todo, pero coincido con varios puntos consignados por Garza. De entrada, en cuán pueblerino se vió que tutti quanti desfilaran por el escenario, y mejor no pudo haber descrito el momento:
“Nomás faltaron por subir los puesteros de la Macroplaza. Me salí cuando Melissa Segura iba muy oronda ella rumbo al centro del escenario a recibir la tajada de aplausos que le tocaban por fingir –que no fungir- como secretaria de cultura de este conato de gobierno que padecemos”.
Aplaudo, también, su reconocimiento a los miembros y/o egresados del México Ópera Studio (MOS) que participaron en el elenco: Fernando Cisneros (espléndido como Giorgio Germont), Carolina Herrera (Flora), Salvador Jaquez (Gastón), Manuel Bernal (Giuseppe) y Alexander Leal, quien entró al quite en el rol del Doctor Grenvil. Sería injusto no mencionar que, además del Coro Nuevo León que dirige Juan David Flores y los bailarines invitados del Ballet de Monterrey, Myrthala Bray (Annina), Daniel Pérez Urquieta (Barón Duphol), Charles Oppenheimer (Marques d’Óbigny) y Pavel Alarcón (Comisario) también formaron parte del elenco de esta producción encomendada a Alicia Vázquez, cuyo trazo, pulcro y convencional, fue marcado por Ragnar Conde.
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Igualmente injusto sería dar por buena la afirmación donde Garza señala que, “como buenos villamelones, les escuché a algunos decir que el sonido estaba muy malo porque nada más se escuchaba la voz de la cantante”. Es cierto que esta sala dista de ser un recinto ideal acústicamente, y que está muy lejos de ser la sala de conciertos que Monterrey merece y necesita, pero no por ello debe culparse al sistema de sonido (que no fue –ni debe ser- empleado en funciones de este tipo) de las limitaciones vocales de José Simerilla (Alfredo Germont), tenor que –tras bambalinas o en proscenio- poco se escuchaba y más de una vez desafinó y quebró sus agudos.
En dado caso, si de algo debemos quejarnos, es del agotadísimo recurso de proyectar la “escenografía” en el ciclorama y/o sobre unas mamparas (cuatro, en esta ocasión), por mucho que Rafael Blázquez la venda como “elementos escénicos virtuales” que, a estas alturas, ni innovan ni, mucho menos, son un recurso que mejore la producción. Al contrario. Ése fue el punto débil. El tropiezo pinchurriento a consignar, y no un detalle tan subjetivo e irrelevante como el que, a tiro por viaje, Garza saca a colación: que, al término de la función, el concertador deba levantar la partitura. ¡Vaya minucia la que le escuece! Retomando lo medular, baste decir que, pese a su carencia de relieves, fue más cumplidora la iluminación diseñada por Diego Vorrath, o el vestuario seleccionado por Jaime Álvarez, con todo y su exceso de lentejuelas.
Hubo, felizmente, un par de “detallitos” que bien valieron las horas al sol de quienes se formaron desde la una de la tarde para garantizar su acceso: el primero, la soprano Avery Boettcher, quien abordó con tal intensidad este rol que apenas estaba debutando que, literalmente, fué Violetta Válery. Poseedora de un amplio registro histriónico y vocal, superó el mayor reto que este título exige a su protagonista: hacer creíbles los diferentes estadios emocionales vividos por esta cortesana quien, al igual que aquella que conoció Dumas e inspiró el libreto de Piavé, comparte con la Rosita de Lorca el ir mudando del rojo al amanecer, al ser por la tarde “blanca, con blanco de espuma y sal, y cuando llega la noche, se comienza a deshojar”. Aquí, lo que debe mudar Violetta de un acto a otro es su color vocal, ya que su personaje transita de la frescura de la cortesana más codiciada de Paris, a la voz marchita de quien halla la redención en el último momento.
El segundo “detallito” es mucho más que motivo de orgullo local: hace apenas un par de años, dí cuenta por primera vez del entonces recién nombrado director principal de la orquesta del Ballet de Monterrey. Hoy, comparto mi admiración por la madurez artística que Felipe Tristán ha alcanzado en tan poco tiempo y por cuánto ha crecido su presencia y su prestigio internacional. Que con tan pocos ensayos lograra que la orquesta conjuntada sonara tan diáfana como una agrupación camerística habla de un oficio depurado y un refinamiento que, ojalá, sea tomado en cuenta por quienes decidirán quién tomará la estafeta en la Filarmónica de la Ciudad de México y la OFUNAM, orquestas capitalinas que están por cambiar de titular.
Hago votos porque, superado el Mundial, el equipo del FISL que actualmente preside Victoria Kühne, recupere el presupuesto, la autonomía y aquella directriz clara, consistente y coherente que tanto respeto les granjeara.
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