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En Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger (Made in England: The Films of Powell and Pressburger, RU para la plataforma Mubi, 2024), revelador documental cinefílico delirante del veterano documentalista británico David Hinton (La fabricación de una leyenda: Lo que el viento se llevó 88, Sueños muertos de un hombre monocromático 89, Extraño pescado 93), el legendario cineasta de superculto internacional ya octogenario Martin Scorsese (él mismo en particular lúcido) hace gala de claridad y elocuencia verbal al evocar las fantásticas películas británicas del provinciano rural inglés Michael Powell (1905-1990) y el judío-húngaro-berlinés emigrado contencioso Emeric Pressburger (1902-1988), analizar su obsedente fascinación por ellas, fungiendo como factótum-productor ejecutivo de una especie de autodocumental imaginario, desde las imágenes persistentes de la infancia arrobada (Sabu volando aferrado al greñero del genio de la lámpara en la fábula oriental suprahollywoodense El ladrón de Bagdad 40, Moïra Shearer bailando sin poder parar un ballet alucinado por culpa de Las zapatillas rojas 48), hasta las imágenes de su ultraexigente vida adulta (en el horror-film El voyeur/Peeping Tom 60 sin sangre alguna pero con la cámara vuelta instrumento de perversión y tortura) y su indagadora relación personal con un Powell hallado ya en su ocaso y retiro apenas sobreviviendo en un cámper para quasi indigentes, ese agudo Powell que critica Calles peligrosas (Scorsese 73) por el exceso de un color rojo no obstante maniáticamente usado en las restallantes obras maestras del cintas británicas del binomio reverenciado, ese Powell cuya historia aventurera de inesperados éxitos y aparatosos fracasos fílmicos renace mediante un apasionante acopio de entrevistas y documentos de archivo selectos fragmentos de cintas, ese afable Powell otrora formado por el insensato irlandés Rex Ingram de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) y protegido por el seductor empresario húngaro-inglés Alexander Korda, ese superinventivo visual Powell megaencargado de hacer realidad fílmica las insólitas o imposibles ideas argumentales de un Pressburger desatado (cuyas sugerencias y cambios radicales cabían en un rollito de papel) tras haber fundado juntos la compañía The Archers Films para asegurarse una independencia creativa-experimental formalmente subversiva (aunque aliada temporal del emporio Rank hasta una brutal ruptura), ese Powell que sostendría por dos decenios la alianza con su socio cómplice leyéndose recíprocamente el pensamiento hasta su separación (por disparidad de criterios sin acritud ni rencorosos o mezquinos ataques mutuos, ese orgulloso Powell que conocería la decadencia financiera con mediocres cintas en coproducción hollywoodense o exiliadas en Australia, ese insuperable Powell con su amigo Pressburger admirados por los jóvenes estadounidenses postelevisivos de los 70s (Coppola y De Palma al lado de Scorsese) si bien ignorados por los Angry Young Men realistas ingleses (Richahrdson, Reisz, Schlesinger, Anderson), rebeldes contra una sin embargo titánica e imperecedera exuberancia fantástica.
La exuberancia fantástica revive con cariño severo la trayectoria filmográfica de Powell-Pressburger, película por película, amorosa, antologadora y clínicamente, reduciéndolas a lo expresivo esencial, sean un amargo Paralelo 49/Los invasores (42) como ardoroso film de propaganda bélica extraordinariamente complejo para distinguir con dignidad entre el ser nazi y ser alemán, una Escalera al cielo (46) como maravillosamente monstruosa oscilación entre la insaciable ansia terrestre y los escrúpulos burocráticos celestiales, unos truculentos Cuentos de Hoffman (51) cual monumental cine-opera donde comparecen todos los efectos ópticos fílmicos tecnológicamente posibles en su época, y demás.
La exuberancia fantástica elabora así un absorbente ensayo fílmico que roza diversos planteamientos del pensador-desmontador límite de imágenes fílmicas por excelencia Harun Farocki, en especial los derivados de la figura encarnada de un practicante del cine y de la presencia de un yo interlocutivo, al nunca dejar de atender la dinámica personal de ese modesto y devoto Scorsese que va admitiendo sobre la marcha una casi mimética influencia de Powell-Pressburger sobre algunas de sus más célebres cualidades y secuencias específicas, el paralelo gráfico entre la cámara saliendo por los techos para abandonar elípticamente el crucial duelo con espadas en Vida y muerte del Coronel Blimp (43) y la omisión de la pelea fundamental del Toro salvaje (80) tras una disruptiva trayectoria hacia el ring en un larguísimo plano acezante sin cortes, o bien, la tenaz búsqueda de vidas interiores y subjetividades inasibles en los rostros convulsos de ojos coreográficos o desorbitados hasta en escenas de acción silente.
La exuberancia fantástica corona su múltiple ejercicio memorial de escopetazo con el excepcional stop motion de cierto lamento irónico de Powell rumbo al olvido local de varias décadas (“¿Cuándo han reconocido los ingleses a los grandes hombres?”) y a una reivindicación futura como esta película, ya habiéndose casado en 1984 con Thelma Schoonmaker, la sonriente montadora imprescindible del propio Scorsese, y volviéndose la constante inspiración consciente/inconsciente de éste, porque sus ojos jamás han podido desterrar la desesperación del piloto diciendo su último adiós por radio en Escalera al cielo, ni la mirada atroz de la monja asesina desquiciada en el campanario del Narciso negro, ni el intenso erotismo de los besos en El cuartito de atrás (49), ni la mortal estocada corporal-onírica en la góndola de Los cuentos de Hoffman.
Y la exuberancia fantástica sabe que esa preferencia de Powell-Pressburger del espectáculo sobre el realismo ha crecido y ha envejecido con un humilde Scorsese, como “fuente de energía” y un “recordatorio de lo que tratan la vida y el arte”.