En El libro de las soluciones (Le livre des solutions, Francia, 2023), inasible noveno largometraje como autor total del videoclipero parisino de superculto internacional (esas paradigmáticas fantasías-clip límite sobre los Chemical Brothers) también músico e historietista de 60 años Michel Gondry (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos 04, La ciencia del sueño 06), el innovador e incomprendido cineasta treintón barboncillo Marc Buckner (aquel desatado Pierre Niney de Yves Saint-Laurent ahora at his best) muestra su cinta en proceso Cada uno todo el mundo a sus financieros y, como nadie entiende nada, aparte de que se voltea contra él su productor traicionero Max Laporte (Vincent Elbaz), al pobre hombre no le queda otra solución desesperada que robarse los rollos de su propia película, al lado de su hiperfiel montajista maternal Charlotte (Blanche Gardin) y de su asistente reacia Sylvia (Frankie Wallach), en tanto que la linda carimarcada colaboradora de producción Gabrielle (Camille Rutherford) se recuesta a media calle logrando retardar al vehículo perseguidor, para que el alocado Marc se refugie a concluir la edición fílmica en la remota granja en Cevenas de su adorada tía septuagenaria toda ternura y lealtad Denise (Françoise Lebrun la exenfermera polaca mítica de La mamá y la puta), decide que jamás será manipulado de nuevo, tira al excusado los medicamentos de su tratamiento psiquiátrico, y se prepara para acometer y llevar a su culminación una imprevisible aunque característica juvenil desventura divagante.
La desventura divagante lleva la comedia absurdista a la francesa, la heredera de Clair e Ionesco, hasta consecuencias estridentes más imprevistas y disparatadas, aunque más bien implosivas, pues el héroe Marc en su enardecido retiro espiritual-laboral, rueda a lo one-man team el rodaje de escenas adicionales, añade injertos de dibujo animado protagonizados por un zorro aventurero en apuros, se siente poseído por un torbellino de ideas incontrolables, acomete la redacción de un Libro de las soluciones que contiene todos sus descubrimientos y autoconsejos relacionales, despierta a deshoras nocturnas a sus tolerantes colaboradoras que terminarán abandonándolo a su triste suerte, dictamina de súbito la reedición de su película con los episodios cronológicamente al revés (¿reinventando a Nolan/Noé?), encuentra un fabuloso estudio de grabación en pleno caserío campesino, dirige sin formación ni partitura una orquesta de 50 instrumentistas para la música primero melódica luego abstracta de su film, consuma el milagro de hacer venir al famoso Sting (él mismo) para grabar la canción-tema a utilizar, convoca a los habitantes del pueblaco para asestarles los pedazos de su insoportable cinta de varias que sólo la entrañable tía Denise aplaude cuando los demás espectadores roncan, viaja en forma subrepticia a París para proponerle abruptamente matrimonio a Gabrielle en un bar (sin éxito posible), adquiere con sus ahorros bancarios una hacienda en ruinas, la rehabilita y acaba instalando allí una peluquería, mientras ostenta interinamente la banda tricolor de su amigo el alcalde buenaonda André (Christian Prat), pero al fin es localizado por su vengativo exproductor Max que lo balea en vano antes de perecer en un accidente carretero, por lo que el desesperado Marc resuelve cederle el terminado de la gran obra a su editora siempre devota Charlotte, quien la concluye por su cuenta, sin la participación creativa de su autor y corrector al infinito.
La desventura divagante tiene como principal objetivo hurgar e intentar cernir la compleja personalidad de su inasible protagonista, alter ego y no del propio realizador, excéntrico y secreto a la vez, narcisista a rabiar, psicopatológicamente bipolar pero fuera de toda caracterización o insufrible e irritante en sus desplantes de diagnóstico simple, demasiado original y excesivo en una inmersión emocional sin visiones subjetivas ni facilidades mentalistas, sin dimensión específicamente onírica aunque tan alucinado como el Gael García de La ciencia del sueño, y lo mejor: el ejecutor de una gerontología feminista que salva a la tía Denise rumbo al hospital a contrarreloj imposible y agasaja con una despedida-cópula a la anciana (estilo Japón de Reygadas 01) sin cometer poético incesto a lo Musil-Duras (la sublime tía sólo era la viuda de un tío consanguíneo).
La desventura divagante hace del Libro de las soluciones que el héroe redacta sobre la marcha y con vehemente voz en off, un verdadero tratado de percepciones certeras y fórmulas útiles en épocas tecnológicas tardías (“Aprendemos haciendo”), pero también una burla vibrante a los diarios íntimos y a la plaga de obviedades de la literatura de autoayuda (“Mantente humilde”), incluyendo las generalizaciones de la filosofía aplicada o práctica (tipo los formidables ensayos de Compte-Sponville y Alain de Botton): el libro con humor expansivo que protege contra cualquier autoconmiseración.
La desventura divagante proporciona por supuesto, tratándose del cine impredecible de Gondry posterior a su adaptación de La espuma de los días de Boris Vian en Amor índigo 13, una fértil cosecha de inolvidables epifanías-espejo, como la dirección orquestal dando manotazos acompasados y moviendo la colita, o el grueso diccionario perforado tras usarse como escudo eficaz contra los disparos del atacante energuménico, y la erizante repetición ad aeternum del mismo filmoarranque con un perseguido cruzando perpendicularmente en plano abierto (hasta que se le aparece un gigantesco monstruo historietístico) y otras insólitas hibridaciones de película en vivo y dibujo animado.
Y la desventura divagante ironiza con el sarcasmo de que el autodespojado cineasta sólo conocerá la noche del retumbante estreno exitosísimo, habiendo retomado ya su tratamiento antipsicótico y convertido en otra criatura, aún eufórica y del brazo de una lúdica Gabrielle dichosamente embarazada.