En Antes que lleguen los zopilotes (México, 2023), intrincada ópera prima como autor total además de editor del prolífico TVserialista-cortometrajista Jonás Nudi Díaz (cortos: de Dos cruces 13 a Times We Live In 20; TVseries: de Late Express with Félix de Valdivia 14 a Crónicas de pareja 16), la poderosa cacique regional Tuza (María del Carmen Félix) ha contratado al humilde pescador barbudo Justino (Francisco Pita) para que la acompañe a una ultraselectiva y peligrosa pesca en aguas lacustres profundas, en el transcurso de la cual, tras intentar hacerse seducir en falso ante una botella de mezcal, la mujer provoca irresponsable y abusivamente la muerte del varón, pero, presa de remordimientos por su acto, se presenta en la cabaña donde una Luvina de larga trenza con sus cabellos oscuros (Tsayamhall Esquivel), la archisometida y enclaustrada esposa del difunto que espera en vano el regreso de su hombre con cuyo doble onírico solía platicar en su soledad de mal agüero, esa dolorosa soledad que confiesa padecer la visitante Tuza al ofrendarle a la viuda inerme el pistolón que le robó a un desgraciado sexoabusivo Remigio Alcaraz a quien hace tiempo ultimó sin piedad, esa rara piedad que ahora le ofrece a la omniaceptante Luvina (“¿Cómo se ahogó mi Justino?”) para ayudarla a rescatar el cuerpo de su marido evitando la rapiña animal (“Hay que ir a buscar a un muerto y enterrarlo, antes que lleguen los zopilotes y se lo coman”), logrando que la desconsolada señora se embarque a su lado en la venerada barca Remedios que la misma empoderada fémina había liberadoramente construido un día, enseñándole pacientemente a urdir y lazar las redes para pescar el cuerpo del occiso (“¿Crees que ya es tarde?, igual los zopilotes ya lo encontraron”), aunque asimismo cediendo a los pasivos si bien eficaces encantos eróticos de una Luvina que pronto abandona a la Tuza amorosamente encampanada y rencorosa, mientras ella (“Para escaparse de aquí”) parte al rescate de su Justino (“¿Quién se va a querer petatear, ni yo que ando más que muerto?”), sólo para regresar más derrotada que nunca, reconocer su pertenencia exclusiva a la madera de su cabaña, en donde no tarda en reconocer su condición de encerrada inconsciente y perpetua, tal como se lo hace saber una Tuza vengativa y consciente de su padecimiento de una constitutiva, maldita y femenina rulfiana zopilotesca.

La rulfiana zopilotesca arranca con una catártica balacera de la esposa Luvina contra los zopilotes que revolotean en el cielo y luego lleva el zopiloteo y su metáfora exterminadora-mortuoria-autosacrificial zopilotesca (“Estas alimañas, ahorita van a ver, hasta que la última caiga de sopetón sobre la tierra, usted se va a tener que quedar”) hasta sus últimas consecuencias, al servir en crudo una sobrepreparada pócima pomposa, declarativa, fatigosa y metaescénica donde todos sus elementos constitutivos zopilotean lo que tengan a la mano voraz para no tener que salir de las cuatro paredes de cierta cabaña camaleónica que ya incluyen al lago cercano y sus alrededores o cabañas alejadas, una bella María del Carmen Félix que zopilotea con negros atuendos y desplantes viriloides de su tocaya virago María Félix en Doña Bárbara (De Fuentes 43) para calarse su sombrero del llano venezolano, un guion sobreescrito y artificial (“Luvina, mi mujer, me mete presagios en la cabeza”/ “El agua se fue bien lejos nomás un pie en el agua”) que zopilotea a Juan Rulfo y una estructura que zopilotea diálogos entre vivos o muertos (“Yo que pensé que andaba metido en el agua con la cabeza bien abajo”) en cinco actos.

La rulfiana zopilotesca barrunta, borronea y exhibe por momentos, hay que reconocerlo, ciertas chispas nebulosas de un film retadoramente no comercial, poderoso, insólito y maravilloso pese a su aspereza, al parecer en su conjunto menos dispuesto o preocupado por contar una historia, narrar una anécdota o hacer indigenismo comunitario de moda, que por crear un clima poético y fantástico, trazando un itinerario trágico per se y ad libitum en los laberintos de la intimidad afectiva de los seres, sus tres criaturas experimentando un atroz sentimiento de soledad, una inmensa desazón que invade e impregna de principio a fin las imágenes, teñidas con la frialdad de una apuesta expresiva antinaturalista, cuyos acentos irían de Carl T. Dreyer al mejor o peor Emilio Fernández (esa facilona pistola antiDogma ’95 a punto de ser utilizada de manera liquidadora entre las féminas), con sus mínimos decorados irrealistas milusos en los límites de la secrecía cómplice y de la angustia verborrágica, con esos personajes descritos en estado de yecto, abruptamente y al escalpelo, en aguafuertes paradójicamente neblinosos, sin afán caricaturesco alguno, como esas figuras infernales de Gustave Doré y sus crepusculares equivalentes en el cine italiano silente, sin que nada permita remitirlos al dominio seguro de la visualidad y la andadura cotidianas, en esos espacios enclaustrados donde se pescan diminutas rondanas y discos metales desechables para devolverse de inmediato al agua-matriz apenas audible en ecos y siempre en los márgenes de los fuera del campo, esos espacios tan exiguos como frondosos resultan los proferimientos de la misteriosa aunque perdurablemente insufrible diarrea lírica oral, dentro de esos encuadres ceñidos en exceso para impedir cualquier fuga hacia lo conocido como introspección penosa o enlutecida (“Yo no pienso más que en usted, porque ya no está, ¿qué no?”), acaso porque, tal como lo vislumbraba Epicuro desde el siglo IV antes de nuestra era, “el arte de vivir y el arte de morir son diferentes”.

Y la rulfiana zopilotesca culmina con la doblegada figura de la sumisa Luvina poniendo y sirviendo a perpetuidad la mesa a los muertos, también ahora obediente al reconocimiento-presagio de la cruel Tuza que le niega todo perdón liberador (“¿Y cómo logro salir?”/ “Eso es algo que usted tiene que averiguar”).

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