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El 14 de febrero de este año, Javier Milei, economista y presidente de la Nación Argentina, anunció desde su cuenta en X el lanzamiento de una criptomoneda llamada $LIBRA: “La Argentina Liberal crece!!! Este proyecto privado dedicará a incentivar el crecimiento de la economía argentina, fondeando pequeñas empresas y emprendimientos argentinos. El mundo quiere invertir en Argentina”. Según Milei, el propósito de esta divisa digital era impulsar la economía argentina bajo un esquema simple: los ciudadanos comprarían la criptomoneda y los fondos recaudados serían canalizados hacia pequeñas y medianas empresas del país. Sin embargo, apenas un día después del lanzamiento, el 15 de febrero, 40 mil inversionistas que confiaron en el proyecto vieron cómo se esfumaba su dinero. En total, las pérdidas alcanzaron los 230 millones de dólares, mientras que el equipo detrás de $LIBRA logró embolsarse más de 100 millones en ganancias.

Pero, lo más sorprendente no fue el colapso de la criptomoneda, sino la reacción pública. No hubo protestas masivas ni agitación mediática significativa. Solo la respuesta predecible de Cristina Kirchner, expresidenta de Argentina publicando en su cuenta de X “¿En qué andamos? ¿No era tu posteo de X para ayudar a las pymes argentinas?”, que pareció más un formalismo que una preocupación genuina. Todo indicaba que el fraude simplemente había sido absorbido por el sistema gubernamental y su pueblo. En pocas palabras, esto se debe a la percepción de irrealidad que se tiene ante el crimen digital, alimentada por la confusión y falta de presión social, que permite que los responsables evadan consecuencias y que los gobiernos no sepan cómo reaccionar.

Pero la pregunta esencial es, ¿qué es una criptomoneda? El concepto surgió en 1983, y se desarrolló y popularizó en el 2008, en plena crisis financiera global, cuando la confianza en los bancos tradicionales se desplomaba. Fue entonces cuando un personaje anónimo, que podría haber sido una sola persona o un grupo activista, Satoshi Nakamoto, publicó el documento “Bitcoin: Un sistema de efectivo electrónico usuario-a-usuario” (pueden leer el documento aquí: ). En él, propuso un modelo de divisa digital con dos pilares fundamentales: primero, la descentralización, donde no habría bancos ni gobiernos controlando la circulación del dinero, sino una red de computadoras distribuidas globalmente que garantizaría la integridad del sistema. Segundo, el Blockchain, que se refería a un registro digital inalterable y transparente donde cada transacción quedaría asentada en un libro de registros universal compartido con todos los interesados, evitando fraudes como el doble gasto.

Así pues, en sus primeros años, el Bitcoin se fortaleció en principio como un experimento de nicho, utilizado por entusiastas de la tecnología que realizaban intercambios simbólicos para demostrar que el concepto podía adaptarse a diferentes necesidades. Sin embargo, el punto de inflexión llegó en 2015 con otra criptomoneda llamada Ethereum, creada por Vitalik Buterin. Ethereum introdujo un concepto aún más revolucionario: “los contratos inteligentes”. Estos permitían programar pagos automáticos sin intermediarios, eliminando la necesidad de bancos o notarios para ciertos acuerdos financieros. Desde entonces, el ecosistema de las criptomonedas se tornó popular. Hoy existen más de 25 mil criptomonedas, cada una con su propio propósito. Ripple, por ejemplo, hace que pagos internacionales entre bancos sean rápidos. Otras, como $LIBRA de Javier Milei, o Petro de Nicolás Maduro, prometen reactivar economías enteras. Pero son sólo promesas hasta el momento.

Ahora bien, la pregunta más importante: ¿qué es lo que le da el valor a la criptomoneda? A diferencia del dinero tradicional, cuyo respaldo ha evolucionado del oro al mero voto de confianza en los bancos centrales y gobiernos, el valor de una criptomoneda se rige por dos factores: cuántas personas creen en ella y cuantas están dispuestas a comprarla (demanda), y cuántas unidades existen en circulación (oferta). En el caso de Bitcoin, su creador impuso una regla de escasez artificial: solo existirán 21 millones de bitcoins. Y cada cierto tiempo, el proceso de obtenerlos se vuelve más difícil. La lógica es: si mucha gente quiere un activo limitado, su precio se incrementa. La demanda la da la fe que la gente tiene hacia una criptomoneda especifica. Por ejemplo, para Bitcoin, el atractivo está en su percepción de libertad y seguridad en transacciones. Para $LIBRA, la narrativa se construyó en torno a la confianza en Milei y su promesa de reactivación económica de Argentina, la desesperación de la gente por lograr la estabilidad económica ganó.

Las criptomonedas sencillamente no son reales. Son códigos, datos en servidores, activos intangibles almacenados en carteras digitales. Su valor no proviene de metales como el oro ni del respaldo de un gobierno, sino del marketing y credibilidad de una o varias personas. Las criptomonedas se adquieren a través de un Marketplace similar a Amazon y Mercado Libre, pero de divisas digitales, como Coinbase y Binance. No hay bancos centrales ni instituciones que respondan si algo sale mal. No hay un rostro visible, un edificio al que acudir, ni una entidad que garantice su estabilidad. Esto hace, que para la gente las criptomonedas se conviertan en un espejismo, que sean una herramienta ideal para defraudar y surjan personajes como el afamado Bernie Madoff, responsable por ejecutar el esquema Ponzi (otro tipo de estafa piramidal) más grande en la historia, utilizando la confianza que algunos individuos ponían en él para administrar y manejar su dinero.

El dinero tradicional tiene detrás un poder que todos entendemos. Es decir, los bancos centrales y los gobiernos llevan cientos de años en pie. Han pasado por crisis, guerras y cambios, y aunque no son perfectos, esa historia les da un peso que la gente reconoce. La historia les otorga legitimidad, algo que el ecosistema de la criptomoneda aún no ha logrado. Y si las criptomonedas son percibidas como algo etéreo y abstracto, algo que no es real, los crímenes asociados a ellas también lo son, sin importar su gravedad. Es decir, si eres un criminal que estafa con dinero físico, el crimen se considera real, pero si se estafa con dinero estrictamente digital no. ¿Pero por qué no?

Una de las estafas más comunes en este ecosistema es el “rug pull”. Se trata de un fraude en el que un grupo de personas crea una cantidad especifica de criptomonedas, deciden quedarse con el 70% del total, inflan el valor por medio de la creación de demanda y venden el 70% de las monedas una vez que el valor sea llamativo, dejando al resto de los inversionistas con una criptomoneda sin valor. ¿Vieron los videos de la gente en Argentina gritando y desesperados? La estafa funciona una y otra vez, y continuará funcionando…

En el caso de $LIBRA, se generó demanda por medio de la confianza que Milei generaba entre sus seguidores. Aunque había señales claras de que la criptomoneda era una trampa, como la falta de transparencia sobre el uso de los fondos y la ausencia de beneficios claros para los inversionistas, muchos decidieron ignorarlas. Algo similar con Petro, la criptomoneda lanzada por Nicolás Maduro, cuyo valor se disparó gracias a una estrategia de marketing tendenciosa en lugar de utilidad práctica. Antes de lanzar la criptomoneda Petro, se recaudaron 735 millones de dólares, pero debido a un plan mal ejecutado en donde la falta de transparencia alzaba el aviso de una trampa, una gran parte de sus inversionistas sufrieron pérdidas significativas. Lo interesante es que en este caso dos jefes de estado estafaron al pueblo y no hubo mayor revuelo, ¿por qué sería?

Hoy, los fraudes financieros tradicionales son castigados con firmeza, pero los delitos digitales permanecen en una zona gris. Las criptomonedas no encajan en la idea convencional del crimen fiscal. Mientras el mundo siga tratando estos fraudes como algo abstracto e intangible, seguirán ocurriendo. Porque, aunque el dinero “real” se pierda en un mundo digital “no real”, las consecuencias en el plano físico son igual de devastadoras que cualquier otro robo.


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