A la memoria de don Javier Sánchez Galindo

Estamos en la esquina de Independencia y Eje Central, esperando entre un racimo tumultuoso de mujeres y hombres para cruzar. A la izquierda, sobre la acera oriente del Eje, es posible distinguir algunos hitos de esta capirucha: La Latino (nuestro Empire State que ha soportado, incólume, los sismos de 1957, 1985 y 2017), el copete del granítico Edificio Guardiola (donde antes estuvo la llamada Casa de los Perros), un pedacito del neoyorquino Banco de México, la amplia portada del arabesco, gótico y barroco Palacio Postal y, a lo lejos –frente a la ochavada entrada de este último edificio–, una bermeja casona en cuyos bajos estuvo, hasta la década de 1970, la decimonónica cantina Salón Correo (actual sucursal de Sanborns).

Si le creemos al cronista y pícaro maestro Armando Jiménez, El Gallito Inglés (“quítale el pico y las patas y sabrás lo que es”), en el Correo –que antes se llamó La Mariscala, pues a un costado estuvo, hasta 1879, la histórica fuente que llevó ese nombre y que traía agua a la ciudad desde Santa Fe– se servía un cóctel de pronóstico reservado de nombre “Federación”. Se preparaba con tequila de Arandas, pulque de Tlaxcala, mezcal de Oaxaca, charanda de Michoacán, bacanora de Sonora y hielo hecho con agua contaminada del DF.

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La avenida Aquiles Serdán, hoy Eje Central, vista hacia el sur desde el cruce con Belisario Domínguez en una fotografía de los 70. A la derecha se aprecia el Edificio Jade, en la esquina con Pensador Mexicano; más atrás destaca el Edificio Mariscala. Ambos desaparecieron tras los sismos de 1985, y fueron reemplazados por una plaza comercial. Archivo de El Universal
La avenida Aquiles Serdán, hoy Eje Central, vista hacia el sur desde el cruce con Belisario Domínguez en una fotografía de los 70. A la derecha se aprecia el Edificio Jade, en la esquina con Pensador Mexicano; más atrás destaca el Edificio Mariscala. Ambos desaparecieron tras los sismos de 1985, y fueron reemplazados por una plaza comercial. Archivo de El Universal

Todavía llamándose La Mariscala, en el segundo piso de esta cantina vivió el ínclito escritor, magistrado, diputado, diplomático y coronel come balas Ignacio Manuel Altamirano, autor de Clemencia, primera novela moderna mexicana, quien fundó ahí, en 1867, año del triunfo de la República, el periódico El Correo de México –de la mano de su maestro: Ignacio Ramírez, El Nigromante–, con la lana que el entonces presidente Benito Juárez le dio al novelista nacido en Tixtla, como reembolso por su destacada participación a favor de la causa republicana durante la Segunda Intervención Francesa.

Vaya que esa esquina, la que hacen Tacuba y el Eje Central, daría para escribir un libro. Está plena de momentos estelares en su haber: contigua a la casona que albergó al Salón Correo –que originalmente le perteneció al conquistador español Hernán Martín– estuvo la Funeraria Alcazar, donde velaron a León Trotsky, a un lado existió el Hospital de San Andrés, de jesuitas, y en frente el Hospital de Terceros, donde ahora se levanta la Quinta Casa de Correos, conocida por todos como Palacio Postal, además existe una pintura, echa por Manuel Rodríguez Lozano, que retrata a un jovencísimo y noctívago Salvador Novo a bordo de un taxi y, de fondo, este insigne cruce…

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Por fin, cambia la luz del semáforo. Mi amigo y yo, achispados, continuamos nuestra marcha etílica, entre una impaciente multitud que cruza en todas direcciones el vertiginoso y estridente Eje Central. Al llegar a la otra acera le muestro a mi amigo la obra pública del siglo XX: el paso a desnivel más pequeño del mundo, que cruza de esquina a esquina (algo así como 20 metros lineales) la estrecha calle 16 de Septiembre. “Lo mandó a construir en 1931 Pascual Ortiz Rubio, tu paisano –le preciso a mi amigo que también es michoacano– a quien un año antes mandaron a traer desde Brasil, donde era embajador, para convertirlo en presidente de la República”.

Don Pascual fue uno de los presidentes más burlados y ninguneados de la historia. Entre los muchos apodos que la gente le endilgó destaca “el nopalito” (por bobo y salivante). Resulta que el día de su toma de protesta, el 5 de febrero de 1930, un joven (que luego dijo llamarse Daniel Flores) intentó asesinarlo justo frente a las puertas de Palacio Nacional cuando el flamante presidente, a bordo de un Cadillac descapotable, se dirigía a su nuevo domicilio: el Castillo de Chapultepec. En el atentado el perpetrador logró herir con dos tiros al mandatario, uno en el brazo y otro en la mandíbula derecha. Esta última herida dejó a don Pascual no sólo eternamente aterrado sino también babeante (de ahí el singular apodo).

“Como don Pascual resultó ser –además de político, diplomático, coronel del Ejército Mexicano y empleado del expresidente Plutarco Elías Calles– ingeniero topógrafo, a lo mejor por eso su paso a desnivel se le convirtió en una suerte de obsesión. Por cierto, la gente también se mofaba de su vocación ingenieril: “Ortiz Rubio es un problema para Einstein –se decía por aquellos nublados días del llamado Maximato–, ya que es relativamente ingeniero y relativamente presidente”, se decía por aquellos nublados días del llamado Maximato”.

En defensa de don Pascualito, hay que decir que hubo un tiempo en que esta calle (16 de Septiembre) era sumamente transitada. Existen registros fotográficos que la dejan ver abarrotada de camiones, autos y tranvías. Pensemos, entonces, que alguna vez el mentado paso soterrano resultó útil. Por otra parte, cuando se estrenó, en 1932, los diarios nacionales publicaron: “Se inauguró el Túnel del Simplón”. Hoy en su interior queda un desvaído puesto de tortas.

“16 de septiembre –le cuento a mi amigo– es una calle que nació de la catástrofe y la destrucción”. Ciudad enterrada y resucitada eternamente. Ciudad de lentas destrucciones, diría José Emilio Pacheco. “Resulta que la madrugada del 17 de septiembre de 1856, por órdenes del presidente Ignacio Comonfort, un centenar de barreteros se apostó justo en el sitio en el que ahora nos encontramos y, con picos y palas, comenzaron a tirar la barda perimetral poniente –el actual Eje Central– del colosal Convento de San Francisco, acaso el más antiguo e importante de América, para “abrir” esta calle, que originalmente fue la prolongación de la avenida Independencia”.

La Ley Lerdo, promulgada en junio de ese mismo año, obligó a la Iglesia a desamortizar y secularizar todos sus bienes. El clero y los conservadores pusieron el grito en el cielo, a tal grado que, un año después, en 1857, el país se sumergió en una cruenta guerra civil que durará casi 10 años y que derramará sangre que nunca secará. “Pues bien, querido amigo, así emergió esta calle (por la que ahora vamos), sobre el corazón cercenado del Convento de San Francisco”.

Nuestra próxima estación es la cantina La Faena. Apretamos el paso, atizados por la santa sed. Caminamos, pues, al tiempo que le señalo a mi amigo algunos íconos de esta rue: El Savoy, uno de los últimos cines porno de la ciudad; el antiguo cine Olimpia, cuya primera piedra fue colocada por cantante Enrico Caruso en 1919 y que abrió sus puetas en 1921 con la película El cantor de Jazz

Continuará…

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