El 2 de abril de 1982 supe que mi país iba a la guerra con Reino Unido poco antes de entrar a la escuela.
Como hacía casi todas las mañanas, ese día mi padre me llevó en coche de camino a su trabajo, en la radio de Mar del Plata, la ciudad donde vivíamos. Y, mientras detenía el viejo Fiat 600 en una esquina cerca de la puerta del colegio, subió el volumen de esa misma estación de radio para escuchar la noticia que nos dejaría helados: en algún momento de esa madrugada, tropas argentinas habían asaltado Malvinas, arrestado a las autoridades inglesas e izado la bandera nacional en Puerto Argentino. El locutor hablaba con el tono grave y solemne que anuncia las desgracias. Afuera del coche, la mañana era fría y oscura. Cuando bajó el volumen, mi padre no se animó a pronunciar la palabra “guerra”. Quizás hubiera sido necesario, para que a mí no me quedaran dudas. Sin embargo, en lugar de eso, me miró y dijo:
-Leo, si los del Ejército te llaman, vas a tener que ir.
Yo tenía 15 años y me costaba entender de qué estaba hablando. ¿Ir adónde? ¿Con quién? ¿Y a hacer qué?
Con esas preguntas en la cabeza me bajé del Fiat y caminé hacia la entrada de la escuela, donde cada mañana me reunía con mis amigos a esperar que abrieran. A medida que mis compañeros llegaban, muchos de ellos pálidos y desencajados, noté que estaban tan confundidos como yo. ¿Se suspendían las clases? ¿Realmente iba a haber guerra? Mar del Plata es una ciudad costera, con uno de los puertos más importantes del país y una base naval muy grande. ¿Los ingleses podrían bombardearnos? ¿Nos tirarían bombas atómicas? ¿No habría alguna forma de arreglar las cosas?
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El paso de los días no aclaró mucho. Mis compañeros de 17 años fueron llamados a reserva. Se decía que más tarde llamarían a los de 16. Con los de 15, como yo, no se sabía qué podría pasar. En el mundo que me rodeaba, todos estaban felices y eufóricos por haber recuperado las islas. La excepción a tanta alegría éramos justo los quinceañeros que figurábamos en los planes del Gobierno para ir a matar a los compatriotas y ¿quizás? amigos de muchos de mis ídolos de aquella época, como el cantante Ozzy Osbourne, el guitarrista Jimmy Page y la banda completa de los Rolling Stones. ¿Tan malos eran ellos, con tan buena música que hacían? ¿No cabía la posibilidad, por remota que fuera, que nos hubiéramos equivocado nosotros?

La posibilidad existía, claro, como en cualquier acción humana, pero en aquel momento era imposible planteársela a alguien mayor de 20 años. Las guerras, descubriría por esos días, suprimen cualquier atisbo de duda, reflexión o crítica. La prueba la tuve el 10 de abril, una semana después del asalto a Puerto Argentino. Esa tarde yo volvía de la escuela cuando en mi casa descubrí a mi papá, mi mamá, mi hermana y hasta mi perra alrededor del televisor. En la pantalla estaba Leopoldo Fortunato Galtieri, el presidente militar de entonces, hablándole a una multitud reunida en la Plaza de Mayo. Muchos años después yo me enteraría que el 30 de marzo, muy pocos días antes, otra multitud se había reunido en esa misma plaza en una movilización en rechazo del propio Galtieri. Pero lo que yo veía en la tele era todo lo contrario. La gente no vitoreaba al presidente, pero cantaba y agitaba sus banderas en muestra de apoyo y pasión patriótica. El ambiente era de furor tribal y daba la impresión de que entre tanto fervor se podía decir o hacer cualquier cosa, menos manifestar un desacuerdo. Dejé mis libros a un costado, me senté en el suelo al lado de mi hermana y, mientras la cámara ponía en primer plano al presidente, alcancé a escuchar el grito ronco de Galtieri:
-¡Si quieren venir, que vengan! ¡Les presentaremos batalla!
“¿Presentaremos?” ¿Quiénes? A mis padres poco les faltó para llorar de emoción ante la tele y no le prestaron ninguna atención a mi pánico evidente. Al ratito, esa misma tarde, me reuní con varios de mis amigos en el cementerio cerca de mi casa, donde semanas antes yo había encontrado a la perra vagabunda que mi madre me había dejado adoptar. El discurso de Galtieri revelaba que habría guerra y que la tendríamos que pelear nosotros, no él. Los adultos se habían vuelto necios, no aceptaban ningún cuestionamiento y, en cambio, nos daban sermones que siempre terminaban con que a veces en la vida pasan estas cosas, a la patria se la defiende y sanseacabó. De un día al otro, mis amigos y yo nos habíamos despertado en un mundo de jóvenes a la deriva a la manera de ”El señor de las moscas”, el libro que mi padre me había dado para que leyera y, supongo, entendiera de lo que son capaces el odio y la desesperación. Y, como en “El señor de las moscas”, de aquella reunión en el cementerio salió un acuerdo adolescente que ninguno de los participantes podía romper. Sin decirle nada a nadie, nos fugaríamos a Uruguay. Cuando pasara todo, volveríamos. Mientras tanto, los demás librarían su guerra que tan contentos los ponía.
El inconveniente que se nos presentaba era que ninguno de nosotros sabía cómo llegar a Uruguay, ni conocía a nadie allí, ni tenía dinero para viajar. De hecho, jamás habíamos salido de Mar del Plata, mucho menos del país. No teníamos experiencia en casi nada: solo uno le había dado un beso a una chica, dos habían empezado a fumar, uno tenía una moto chiquita. Lo más arriesgado que habíamos hecho era escaparnos de alguna clase para ir a la playa. Pero a partir de ese día supimos que estábamos obligados a crecer de golpe.
Cuando se habla de cualquier guerra, y también de la de Malvinas, se tienden a subrayar los relatos de heroísmo, las historias de amistades entre supuestos enemigos o el absurdo del frente de batalla. No cabe duda de que la guerra es eso, pero muchas veces se olvida que la catástrofe que implica la padece toda la sociedad: los que pelearon y los que no, las familias que la apoyaron y las que la rechazaron, los que todavía la lloran y los que no saben cómo convivir con una herida que nunca cierra. De mis amigos reunidos en aquel cementerio, tiempo después uno se fue a vivir a Holanda, otro a Italia, varios a Buenos Aires y yo mismo a Buenos Aires, primero, y a España, después. Una de las tantas cosas que se descubre con la guerra es que, quieras o no, te pone en algún tipo de frente. A nosotros nos puso en el centro de una batalla familiar nunca saldada y ante una relación conflictiva con el país que nos quería mandar a matar. Cada historia es diferente y en una desgracia semejante no hay reglas de comportamiento ni de supervivencia. Esta, que evoco ahora, fue la nuestra.
Dejo este testimonio en recuerdo y homenaje de aquellos amigos complotados en el cementerio: Augusto, Alejo, Germán, Ricardo, Fernando, Sebastián, el Chaqueño y el Gordo Montero. Cualquiera de nosotros podría decir, como quizás también podría hacerlo alguien en Gaza o en Ucrania, que en una guerra muchas veces se confunde lo justo con lo necesario o evitable. Si una guerra no es necesaria, no puede ser justa. Lo justo es la causa, no la guerra. Y la justicia de una causa genera más injusticias -evitables- cuando se impone por la fuerza. En mi caso, agregaría que la guerra de Malvinas, como tal vez sucede con cualquier otra guerra, me dejó al menos tres grandes enseñanzas: que las masas siempre son absoluta y peligrosamente manipulables; que, parafraseando a Clausewitz, la política es la continuación del crimen por otros medios; y que para ser libre es necesario aprender a dejarlo todo atrás.
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El 2 de mayo de 1982, los ingleses torpedearon el crucero General Belgrano y lo hundieron en un mar tormentoso y helado. En el naufragio murieron 323 tripulantes del barco, muchos de ellos jóvenes como yo lo era entonces. Está claro que podría haber sido uno de ellos. Como no lo fui, puedo afirmar, con algún conocimiento de causa, que la guerra mata más que vidas y no solo con torpedos. Algunos fueron obligados a pelear, otros a sobrevivir a la distancia. A todos nos une la misma sensación de haber estado a solas frente a una bomba que hacía tictac y explotó antes de que cualquiera pudiera escapar.