En Amores materialistas (Materialists, EU, 2025), sorprendente segundo largometraje como autora total de la dramaturga canadiense de origen sudcoreano en EU radicada de 36 años Celine Song (hipersensible ópera prima: Vidas pasadas 23), la destellante actriz treintona frustrada vuelta próspera casamentera neoyorquina Lucy (Dakota Johnson) reparte sonriente una valiosa tarjeta de su empresa Adore a un coqueto soltero callejero y se pone a las órdenes de su severa jefa Violet (Marion Ireland) para ocuparse del caso de la clienta incasable Sophie (Zoe Winters) otra vez repudiada tras la predispuesta primera cita, luego la pese a ello exitosa profesional Lucy necesita convencer a la acomplejada novia arrepentida a punto de casarse Charlotte (Louisa Jacobson) que debe darle el sí a ese galán ya emperifollado que la torna valiosa, pero en la misma boda la cerebral mujer se reencuentra en plan de camarero con su expareja también pobretón actor en ciernes John (Chris Evans) que todavía la perturba, aunque va a conocer allí mismo al financiero galán perfecto evaluable como unicornio millonario Harry (Pedro Pascal) que va a insistir en enamorarla, seducirla cita tras cita y conquistarla, hacer el amor con ella y estar a punto de cumplirle su fantasía irrealizable: viajar a Islandia, mientras la infeliz clienta Sophie demanda penalmente a la empresa casamentera por haberle concertado una cita con cierto médico violador-acosador, si bien la emocionalmente socavada Lucy logrará en un solo impulso tres triunfos al hilo, rescatar aplacadoramente a la infeliz Sophie de su acosador (“Déjame abrazarte”), romper por completo con su presunto amante ideal Henry al que no ama aunque todos los indicadores materiales señalarían lo contrario, y viajar al norte con John aprovechando el pago por su actuación en una neochejoviana pieza teatral, dejarse apoyar por él, para después de muchos titubeos retornar enamoradísima a su lado y sentirse compelida a renunciar a su empleo para ella tan ineficaz, poniendo en jaque y en ridículo toda excelsa e infalible mediación amorosa.
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La mediación amorosa reclama para su exclusiva y sensible adaptación comercial poshollywoodense las sutilezas narrativas de las independientes e inefables Vidas pasadas de la directora, fuera de toda fórmula genérica preestablecida, de nuevo al nivel de falsas/verdaderas comedias románticas tipo la versión primigenia de La boda de mi mejor amigo del australiano P. J. Hogan (97) que muy bien podía ser leída tanto como una cinta idiota archiconvencional o como una intelectualizada cinta reflexiva e intelectualizada, examinando ahora vidas interesadas capitalistas a rabiar y actitudes materialistas comunes (incluso racistas, gordofóbicas o así) con agudeza y brillante sentido del detalle y de las inflexiones/infecciones amorales e inmorales, con carismáticas o anticarismáticas actuaciones seguras y tersas, sin olvidar los constantes “a punto de” característicos del viejo e infaliblemente sutil Toque Lubitsch, con secuencias tan sensacionales como ese solitario deslumbramiento hurgador de la erotizada cazafortunas involuntaria Lucy en el apantalladorsísimo depto de 2 millones de dólares de su testarudo enamorado providencial o como esa desilusión muy posterior de la misma Lucy al detectar las cicatrices en las tibias clínicamente alargadas en 15 centímetros de su galán magnífico para alcanzar el desacomplejado 1.80 metros irresistible.
La mediación amorosa debe muchísimo a las cerebrales ambigüedades de su excelente guion multidimensional de la propia directora Song, que desborda o revienta desde su interior los códigos de la comedia romántica rutinaria (antiExperta en bodas de Shankman 01), pero también sin duda merced a la observadora fotografía de Shabier Kirchner que subraya contemplativamente los datos significativos y se lanza a las calles o a los restaurantes de elegancia inaudita o las bodas opulentas y hasta alguna jodida al tiempo que busca destacar la química sensual (o falta de ella) entre Lucy y sus ligues insuficientes tanto en el distanciador campo contracampo tradicional como en el acercamiento entre cuerpos por medio de un leve pannig ayudador, siempre dejados a su suerte por una ambientadora música impersonalizante de Daniel Pemberton y una tajante edición de Keith Fraase que no le permite regodeo alguno al finísimo diseño de producción de Anthony Gasparro, cual si la directora continuara ajustando La gaviota de Chéjov a un videojuego de 5 horas como en sus inicios.
La mediación amorosa se puede abocar entonces a elaborar una suerte de insólita metafísica del oficio de casamentera, como si se tratara de la defensa e ilustración de sus fracasos fehacientes y desesperados desesperantes, el oficio de casamentera por encima de cualquier terapia psicológica, ya que según la sesuda jefa Violet ellas sí cambian la existencia de sus clientes, los orillan u obligan a tomar riesgos y decisiones que afectan su vida de relación para siempre, aunque los perfiles, expectativas y valores en que se fundan y que defienden sirvan finalmente para nada, incluyendo el ansia de arquetipos junguianos.
Y la mediación amorosa recurre a secuencias desplazadas sólo en dos ocasiones, a media película se inserta un superagitado flashback a golpes de cámara nerviosa donde la heroína y su pareja entonces establecida John emblemáticamente se gritonean en la calle por el pago excesivo de 25 dólares en un estacionamiento (lo que parece pesar en su relación cada vez que están juntos) y la secuencia onírica de una dulce pareja cavernaria que intercambia regalos primitivos como prólogo y epílogo del relato, antes de que el redimido John se atreva a poner en un dedo de la arrobada luminosa lucidora Lucy un anillo de compromiso hecho apenas a base de una florecilla silvestre, puesto que, como diría el clásico Fray Luis de León, desde épocas inmemoriales “El amor verdadero no espera a ser invitado, antes se invita el solo y se ofrece primero”.