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Verónica Volkow ha publicado un libro que merece todas las consideraciones: La invención del cosmos: la cúpula de Cristóbal de Villalpando en la catedral de Puebla (México: Universidad Nacional Autónoma de México, octubre de 2024). Estoy leyéndolo y comparto mis primeras experiencias. El volumen posee una seriedad universitaria: lo preceden años de investigación y publicaciones como aquella que estudia el Primero Sueño, de Sor Juana.
La doctora Volkow nos avisa: la cúpula se pintó allá por 1688–1689 (un 9 se encima al segundo 8 en la fecha dentro de la pintura). Para la Nueva España son años de actividad intelectual tan intensa que andan por allí Carlos de Sigüenza y Góngora y el padre Kino, aparte de la propia Sor Juana, que muere en 1691.
En 1681 Sigüenza y Kino polemizaron –nos dice la investigadora, que también es una fina poeta– a raíz de la aparición de un cometa. Sin salirse un centímetro de la ortodoxia, Sigüenza tranquilizó a la esposa del virrey y a la sociedad presentando una explicación científica –mecanicista– del fenómeno celeste, que turbaba los ánimos en tiempos de por sí difíciles. El padre Kino, célebre misionero, optó por una argumentación amonestadora.
De ese modo, como me confirman mis asesores, la Nueva España se situaba en el corazón de debates decisivos para Europa y para el mundo, transcurridos los siglos de las reformas (básicamente el XVI) y de las guerras de religión (básicamente el XVII), que desangraron a Europa y facilitaron el camino hacia posturas seculares, en el mejor de los casos laicas y liberales (cree lo que quieras, mientras no dañes a otras personas).
En este contexto Cristóbal de Villalpando emprendió una tarea afín a las de pintores trasatlánticos, que en frágiles andamios se jugaban los pulmones, los ojos, la vida para legarnos asombrosas cosmovisiones mediante obras maestras de la belleza plástica. Estamos hablando de viejos conocidos: por ejemplo, Miguel Ángel.
La doctora Volkow nos indica: el maestro novohispano aprovechó la cúpula para ofrecernos una síntesis conciliadora entre conceptos y puntos de vista diferentes: “Frente al rigor y verticalidad argumentativa de don Carlos de Sigüenza y Góngora en la Libra astronómica y filosófica, ya anticipada por la publicación de Belerofonte matemático, la cúpula de Villalpando va a sumarse a la disputa astronómica, concibiendo mediante su invención cósmica un tertium datur (una suerte de tercera vía, una síntesis), respecto a las polarizadas posiciones. Diseña una ingeniería cósmica, aún basada en Ptolomeo, pero que se apropia a su vez de los arreos más lucidores de la nueva visión científica: los espacios infinitos, el modelo heliocéntrico resignificado desde una perspectiva espiritual y las rigurosas demostraciones matemáticas. La pintura de alguna manera fagocita las herramientas del oponente para apropiárselas e intentar superarlas dentro de una inédita propuesta hermenéutica, que ahonda de manera muy refrescante en la tradición” (p. 183).
Los seres humanos vivimos un poder y una falta de poder: podemos crear espacio; no podemos crear tiempo. Basta que un maestro albañil y su staff levanten una casa de dos pisos para que haya más espacio sobre la Tierra; en cambio, como una compensación digna de algún mito griego o hindú, no somos capaces de producir un solo segundo, menos una eternidad.
El arte, eso sí, representa efectos especiales equivalentes a mundos que no vemos. Pintar un techo, una cúpula, un muro llega a ser un desafío a aquella falta de poder tan nuestra, tan específicamente humana. Y de pronto el espacio se expande en infinitos y a la vez se vuelve un dócil servidor del tiempo. En el Altar de los Reyes de la Catedral de Puebla, México, el tiempo es ya de suyo una superación del tiempo: va más allá de nuestros precarios minutos, que a cada paso se nos escapan de las manos como piezas de oro disueltas en aire.
La doctora Volkow sigue ilustrándonos en medio de nuestras muchas ignorancias: “el código dominante devora al código sometido, convirtiéndolo en ruina mediante un proceso que también altera al código dominante. […] Hay en el diseño cósmico de la cúpula la incorporación tanto de las ‘ruinas’ de varias viejas tradiciones como de una modernidad que es ingeniosamente superada” (p. 184).
Duelo de códigos. De ideologías. De cosmovisiones. Aquellos años del siglo xvii nos ayudan a entendernos: el gran arte es un puente entre épocas, es un puente que cruje sobre abismos, es un puente en búsqueda de conciliaciones.
Hoy también, como entonces, batallan códigos, esto es, esquemas y “diagramas” equivalentes a aquellos que empleó Villalpando y desde los que partió y hacia los que volvió en una obra dinámica, pese a permanecer fija en una cúpula.
La creciente lectura de un libro tan rico me invita a ver por nuestras calles a Villalpando, a Sor Juana, a Sigüenza, a Kino, a Atanasio Kircher. ¿Qué pensarán?
Las cosmovisiones religiosas tienen para mí (¿también para ella, para ellos?) el valor de darle importancia a cada vida humana, a cada existencia específica. Especialistas saben que el derecho de gentes, base jurídica y práctica de los derechos humanos, surgió de mentes tan lúcidas como las de los españoles Vitoria y Suárez.
Hoy –dicho sea esto en términos muy generales, que ojalá sean asimismo sintéticos– combaten dos códigos: para uno, la vida individual no importa; lo que importan son abstracciones paradójicamente concretas como el país, la patria, la Idea, la ideología. El otro, sin negar estas abstracciones concretas, da importancia a cada vida –Black lives matter, por ejemplo– y merecería servir de lazo entre visiones laicas, seculares, religiosas institucionales, religiosas alternativas, agnósticas. Sería una suerte de contraseña, de guiño en plena calle, de saludo secreto: tu vida me importa, mi vida te importa, aunque no sepamos nuestros nombres y aunque el afán diario nos empuje por avenidas y calzadas y periféricos y segundos pisos en un voraz vértigo productor de espacios, acaso en compensación por nuestras dificultades para producir tiempos.
¡Qué bueno que inventamos los libros, esos espacios donde se superponen sucesivas dos dimensiones –cada hoja– y donde las dos dimensiones de cada hoja son capaces de llevarnos a la tercera dimensión, a la cuarta! ¡Qué bueno que la Universidad defiende la existencia de los libros, pese a los embates de la economía del mero cálculo de la que habló Paul Ricoeur!
Gracias al doctísimo tomo de la doctora Verónica Volkow reconocemos que la Nueva España ya había conciliado espíritu y ciencia, en una síntesis de códigos con un denominador común: cada vida importa.