Hace rato que no leía un libro tan malo como Une archive (Gallimard, 2024), de Mathieu Lindon, novelista y periodista nacido en 1955, a quien le pidieron unas memorias sobre su ilustre padre, Jérôme Lindon (1925–2001), el editor clandestino, bajo la ocupación alemana, de El silencio del mar (1942), de Vercors (Jean–Marcel Bruller), y desde 1948, con Les Éditions de Minuit, el descubridor de Samuel Beckett y promotor de la Nueva Novela francesa.

Lindon junior, al parecer, pasó una vida de ésas que más vale no hacer públicas, por ordinarias, y no se contagió de ninguna de las estrellas de la prosa gala que frecuentaban su casa, del talento para hacer de lo ordinario, lo extraordinario.

Jérôme, para empezar, fue un padre más bueno que malo, entretenido en pelearse con André, su otro hijo y en llevar honradamente el pan a su familia donde él y mamá tuvieron un matrimonio pasable, aunque con poco sexo, una de esas indiscreciones que se permite Mathieu sobre su familia.

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“Homosexual muy patente”, Mathieu, según confiesa, gozó de la cercanía de Michel Foucault, su protector. Pero de lo más interesante de aquel trato es la animadversión compartida por El hombre sin atributos, de Robert Musil, autor caído en desgracia (supongo) desde que se murió Juan García Ponce. Caray, actualmente a todo el mundo le aburre Musil, les parece que su novelón necesitó de un editor, se prefieren sus obras menores y en el mundo de la lengua española, como en Francia, según leo, se culpa a los traductores de no haber escuchado con atención el sentido del humor del autor alemán.

O GLOBO/ André Teixeira
O GLOBO/ André Teixeira

Pese a los solemnes esfuerzos de Mathieu Lindon de hacer metáforas con la palabra “archivo”, dado que el archivo del padre editor fue donado al IMEC francés, que resguarda ejemplarmente esos legados, Une archive es avaro hasta en chismes, como se acusa de avaro a papá Jérôme por regalar de cumpleaños a sus hijos novelas de Les Éditions de Minuit, es decir, que le salían gratis. “Este año, jovenazos… ¡Robert Pinget!”.

Se nos cuenta, a su vez, que la primera persona que le dijo a Mathieu que era un muchacho bien parecido fue Marguerite Duras, cuya pareja, el muy joven Yann Andréa, a su vez, se enamoró perdidamente de él hasta incurrir en lo que en nuestros días se llamaría acoso; que el matrimonio Robbe–Grillet era muy llevadero para pasar las vacaciones de verano en provincia, y que su iniciación con el patriarcal Sam Beckett se debió a la afición de Mathieu por el rugby.

Un día, la tele de los Lindon se descompuso y no hubo más remedio que pedirle al genio irlandés permiso para enchufar al chamaco en su casa. Era un partido Francia–Irlanda, y Mathieu acudió muy atemorizado ante la posibilidad de perder el control, en casa ajena y además irlandesa, de verificarse una victoria de Francia. Por fortuna, ganaron los irlandeses, Beckett vio el partido sin inmutarse –no se nos dice si le gustaba el rugby, aunque se acota que Claude Simon (el otro Nobel de la casa editorial) si era un entusiasta– y el lector se entera, decepcionado o aliviado, no lo sé, de que Sam y su esposa Suzanne tenían televisor.

Une archive incluye algunos subrayados de interés sobre la literatura y sus curiosidades. Ante el consabido dilema de cómo alguien apellidado Lindon podía triunfar como novelista frente a la crítica (no he leído las novelas de Mathieu, quizá sean interesantes) se recurre a la autoridad de Jean Paulhan: “La tarea del crítico es ingrata: cuando se equivoca, aparece como un falso profeta con mal gusto. Cuando da en el blanco, se admite de inmediato que la gloria de los autores que él ha promovido proviene únicamente del mérito de ellos, y en ese caso, no tiene porque ocultarlo”.

En cuanto a la editorial, la heredó su hermana Irène, quien la acabó vendiendo a Gallimard, lo cual alivió a Mathieu, quien en contraste con su padre –el editor esencialmente es aquel quien admira, dice no sin razón– cree que uno de los privilegios de los seres excepcionales –se entiende que Mathieu forma parte de ellos– es el libre acceso al mal humor, privilegio de los niños y de los escritores.

Los momentos heroicos en la vida de Jérôme Lindon ocurrieron cuando Mathieu no había nacido o era muy chico. Uno de ellos, en 1953, cuando Lindon advirtió a Beckett que la Nouvelle Revue Française (NRF) censuraría un fragmento obsceno de un adelanto de su novela El innombrable, como ocurrió. Beckett amenazó a Paulhan, el editor, con una demanda. Paulhan dijo que él no sabía nada, que era culpa del comité editorial (nada menos que André Malraux, Jean Schlumberger y Roger Caillois), etc., y le rogó a Beckett que la dejara pasar porque una demanda hundiría a la NRF, revista de nuevo a la venta pues acababa de reiniciar su circulación tras el veto por su episodio colaboracionista. Beckett, que era un buen hombre como lo asegura la fama pública, perdonó.

Las cosas se pusieron más feas cuando la Guerra de Argelia, contra la cual Jérôme Lindon militó en primera fila, firmó el Manifiesto de los 121 por la Insumisión, y publicó en Les Éditions de Minuit denuncias tan graves contra los soldados franceses que la extrema derecha hizo explotar dos bombas, una frente al departamento familiar en el Boulevard Arago y otra en la editorial, sin víctimas que lamentar. En sus últimos años, Jérôme Lindon se comprometió con la causa palestina, aunque ello no le impidió, escribe su hijo, siendo judío, financiar, al mismo tiempo, algunas escuelas talmúdicas.

No teniendo nada más que ofrecer al lector de Une archive, me refugié en ese tesoro que son The Letters of Samuel Beckett, 1929–1989 en varios tomos, para ver –la correspondencia entre Sam y Jérôme Lindon es abundantísima y se va esfumando cuando la comunicación por teléfono se universaliza– cuál fue el primer intercambio y cual fue el último.

La primera carta es del 10 de abril de 1951 y Beckett le agradece a su nuevo editor el generoso adelanto por Molloy. Le cuenta que Roger Blin anda buscando una subvención –que obtuvo– para montar Esperando a Godot. En ese momento, aunque parezca increíble, Beckett, dice él, estaba “ejercitándose” en el francés, él, el único clásico moderno anglofrancés. Una de las últimas, entre muchos telegramas en los cuales Jérôme Lindon le solicitaba autorizaciones de toda clase, es del 7 de mayo de 1985. Le manda Beckett a su editor, amigo y camarada, una traducción del inglés al francés, en letra manuscrita del propio autor, de una sección de Worstward Ho, una prosa corta de 1983:

“Poco a poco un viejo y un niño. En la sombra vacía poco a poco un viejo y un niño. Cualquier otra cosa sería igual de mala. De la mano caminan lo mejor que pueden al mismo ritmo. Manos libres – no. Manos vacías libres. Inclinados, vistos desde atrás, se mueven lo mejor que pueden, a paso parejo. Lentamente, sin pausa, como pueden, se van alejando y ya no se mueven más. Menos no es posible. Peor no se podría. No pueden ir más allá. Es imposible decir más.”

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El último Lindon en aparecer en la correspondencia de Beckett es, justicia poética, Mathieu, quien hacía sus pininos en Liberation, el periódico, y ante la rutinaria encuesta de “¿Por qué escribe usted?”, como tenía derecho de picaporte con los Beckett desde niño, le hizo la gran pregunta a Sam, quien respondió el 24 de febrero de 1985: “¡Porque está bien hacerlo!”

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