Ciudad abastada por la fortuna desde sus orígenes, abastecida de dones por la Providencia, es una ciudad privilegiada. La definen una serie de atributos naturales: su venturosa ubicación, su tolerante clima, su mar intenso. Al noreste la escuda el Mediterráneo, comparte un tramo no corto de frontera con Francia y está aferrada a la cadena de los Pirineos. El resplandor marino que baña sus costas refluye con las corrientes y las olas que en ella recalan.

Su semblante atrae y conquista. No sólo el destino o la buena suerte la han transformado en una población acaudalada —de bienes físicos y espirituales— de Europa. La abundancia es hermana del trabajo diario. Meditada sabiduría la ha mantenido distante de los extremos. Rusia estaba muy lejos y muy lejos Detroit, escribió Gil de Biedma, en el poema que refulge con su nombre.

Transmite su entusiasmo al forastero, cuya sabiduría mayor estriba en dejarse llevar más por las sensaciones que por la meditación.

Al mediodía entretiene la algazara y el bullicio de la Rambla abarrotada. En los callejones habita cierta magia que algunos trovadores consiguen fijar en la entraña de su fama. Ha procreado a personajes cuya existencia rebasa a la región, a la que honran con su linaje. La halaga y le canta Juan Manuel Serrat, el poeta y cantautor forjado en su regazo.

Preside a la fértil Cataluña. La biografía de José Agustín, Juan y Luis Goytisolo sería suficiente para ostentar sobrada satisfacción y orgullo. Sus vidas se confunden con Barcelona y ella con ellos. Miró, Dalí y tantos otros te han dado colorido.

Sus puertas responden con solicitud y hospitalidad al desafortunado. No habría quien levante el dedo por desdén o indiferencia con los suplicantes. Es difícil desatender su gentileza, no aprender de ella, de su piel abierta. Tiene más vida propia que Madrid, ha dicho Unamuno.

Abierta sin estruendo a las veleidades y los infortunios, hasta allí cabalgó Don Quijote en sus errancias venturosas; y una multitud de corrientes pictóricas y literarias de otras naciones penetraron a España y más allá, por sus muros sensitivos y porosos.

No hay que buscarla en las cifras o en la propaganda, ni en la oferta de bienes materiales; se encuentra más bien en ciertos hábitos, en determinadas formas, en algunos poemas, en el trato con sus ciudadanos. En esas normas milenarias que encierran la síntesis de la civilización.

Le cantó Jaime Gil de Biedma:

Más, cada vez más honda

conmigo vas ciudad,

como un amor hundido,

irreparable.

A veces ola y otra vez silencio.


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