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En pequeño homenaje a Alice Munro
La mañana en que mamá supo que moriría de cáncer un pájaro cantaba en el alféizar de su ventana. Se posó allí sin que ninguno de nosotros pudiera indicar en qué momento exacto había llegado. Advertimos su presencia en medio del silencio que el oncólogo creó al abandonar la habitación, dejándonos a solas con nuestros pensamientos y las flores que aunque frescas empezaban a lucir marchitas en la mesa de noche y la sonrisa misteriosa que curvaba los labios de mamá. Porque eso era una sonrisa, nos dijimos, no cabía duda. Y entonces lo escuchamos: un melódico ritmo animal que nos hizo voltear al mismo tiempo hacia el cristal que recortaba un trozo de ciudad sobre el que flotaba una nube alargada del color de las mandarinas similar a un vehículo de otro mundo. Pese a que permanecimos callados todos nos esforzamos por averiguar a qué especie pertenecía el pájaro. Pero ¿de qué iba a servirnos el esfuerzo? Nadie en la familia sabía nada de pájaros salvo que cantaban y volaban y algunos migraban de un lado a otro del planeta. Nadie sabía nada de cáncer excepto tres cosas: que compartía nombre con el signo zodiacal regido por la luna, que se trataba de uno de los círculos del infierno y que el que se le había detectado a mamá era irreversible y extremadamente rápido. La única ventaja si es que se puede hablar de ventajas en estos casos, había dicho el oncólogo con los ojos fijos en una zona imprecisa del cuarto, es que no sufrirá demasiado tiempo. La idea de sufrimiento tardó en disiparse y cuando se disipó no se fue del todo pero la palabra “tiempo” se quedó reverberando en nuestros oídos igual que una campana remota y ahora se mezclaba con los trinos del pájaro que parecía celebrar algo que nos rebasaba por completo, un acontecimiento inextricable como la mecánica del vuelo en el grupo vertebrado del que formaba parte. Recordamos sin expresarlo en voz alta aquella ocasión en que papá nos llevó al zoológico e insistió en que visitáramos el aviario, un lugar prácticamente desierto en el que danzaban gruesas partículas de polvo y algunas plumas tristes que mamá en su afán por rescatar el día que se iba a pique asoció con ángeles dormidos entre la vegetación. Recordamos también la reticencia imbatible de mamá a viajar en avión a costa incluso de no conocer jamás otras latitudes, su gesto triunfal cada vez que uno de nosotros fracasaba en explicar por qué el hombre dependía tanto de esos gigantescos pájaros de metal para transportarse si durante siglos había podido prescindir de ellos, su voz que ondulaba sobre la mesa del desayuno o el almuerzo o la cena familiar para decir que si la naturaleza no había diseñado aves artificiales era por algo. Fue justo en ese instante que un avión cruzó lenta, majestuosamente el trozo de cielo que se cernía sobre el trozo de ciudad recortado por la ventana y empujó a uno de nosotros —quizá Santiago, el menor de los que rodeábamos a mamá como si se hallara en un féretro anticipado— a acercarse al vidrio sólo para conseguir que el pájaro suspendiera sin mayor aviso su canto y echara a volar a gran velocidad hacia la nave espacial semejante a una alargada nube del color de las mandarinas hasta convertirse en el punto final de la respuesta a la pregunta que todos nos formulábamos sin abrir la boca.
—¿Pueden creerlo? —Mamá rompió la quietud de la habitación con la mirada puesta como una maceta con dos flores azules en el alféizar ya vacío.— Con todo esto de la enfermedad había olvidado cómo cantan los pájaros. Me da gusto recordarlo. —Hizo una pausa para ensanchar su sonrisa misteriosa y añadió—: Prometo que de hoy en adelante los oiré con atención para reconocerlos. Espero que sigan cantando allá donde voy a migrar.
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