En La madre de todas las mentiras (Kabhib Abyad/The Mother of All Lies, Marruecos-Egipto-Arabia Saudita-Catar, 2023), alegórico docuensayo 2 de la excortometrajista marroquí de 33 años Asmae El Moudir (primer largo: La postal 20; cortos: La última bala 10, Los colores del silencio 11, Guerra olvidada 18), mejor dirección en la sección “Una cierta mirada” de Cannes 23, la nieta cineasta de cabello decolorado (la propia realizadora Asmae) intenta de varias maneras en vano que su agria abuela Zahra (ella misma) acepte el aparato para sordera que ajusta en su oreja izquierda, pero al interpelarla sobre el asesinato de su hija un manotazo furioso de la anciana acabará con el cuadro, aunque habrán de ser la única foto infantil subsistente de la realizadora en sí (de dudosa veracidad pues debió ser robada en su escuela) y la ominosa muerte de la joven tía Fática durante las matanzas institucionales por la Marcha del Pan en la ciudad marroquí de Casablanca el 20 y el 21 de junio de 1981, lo que servirá de hilo conductor al relato, integrado tanto por evocaciones docuficcionistas familiares a cámara como por la magna ínfima reconstrucción testimonial indirecta que, a modo de una encantadora cuanto incandescente animación potencial, arma el canoso barbudo miniescultor originalísimo Mohamed El Moudir, padre de la realizadora, a base de grandes maquetas representativas y unas fascinantes figurillas de arcilla devotamente elaboradas in situ por él mismo en un taller construido exprofeso para el film, rígidas figurillas retratistas que a lo largo de toda la película logran sin descanso pasar de lo particular a lo general, de la opresión del clan dictada por la feroz abuela tiránica islamista del inicio, a la represión brutal ejercida por las autoridades, o sea, de lo autobiográfico íntimo de ese clan barriotero, a la barbarie con magnitud nacional, contando con la participación espontánea y colaborativa o a regañadientes (más bien chantajeada como la abuela reacia), más sendas intervenciones de la pese a todo dulce madre Ouarda de la directora, del siempre descreído vecino Said, del amigo neutral Abdallah no obstante ser sobreviviente de una asfixiante celda exterminadora cual cámara de gases neonazi (a raíz de los arrestos domiciliarios inmediatamente después de los disturbios de 1981 y sus 600 civiles muertos en la masacre), y las discretas apariciones de la realizadora misma, sobre todo al lado de su progenitor artista para colaborar y mimetizarse con él en esta entrañable e insólitamente histórico-política miniatura femielegiaca.

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Crédito: Especial
Crédito: Especial

La miniatura femielegiaca cree soberanamente en el carácter irrepresentable del mal y de la violencia gráfica en sí, en la cauda expresiva del Syberberg de Hitler un film de Alemania (1976), dentro del pequeño infierno doméstico y al interior del gran infierno patrio, tanto la violencia cotidiana protagonizada por la terrible regenteadora abuela prohibiendo por pecaminosas y destruyendo cualesquiera fotografías (salvo una reverenciada del rey Hassan II) o sentada con su bastón a la puerta de la casa, como la violencia monstruosa hasta la irrealidad de una masacre gubernamental apenas comparable con la glosada por la sudcoreana Han Kang (en la novela Actos humanos) y sus consecuencias emocionales, entre la historia oculta del vecindario y la gran Historia colectiva desenmascarando la Historia oficial encubridora de sus crímenes, cuyas inmensas compensaciones irrisorias vendrían a ser la fotografía vestida de princesa en Hawái que a escondidas se toma Asmae en una feria, los vehementes recuerdos como portero futbolista de papá en una cancha convertida en monumental fosa clandestina de cadáveres de ciudadanos desaparecidos sólo triunfalmente descubierta en 2005, una cándida tonada francesa canturreada en gran acercamiento por mamá Ouarda, o las lamentosos cantos catárticos difundidos posmasacre por la radio (“Oh, vida miserable/ ¿cuántas veces debemos morir?”).

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La miniatura femielegiaca reconoce en todo momento e in crescendo el interés de la cineasta duplicada en maestra marionetista por dotar de una suavidad emoliente el relato vuelto espectáculo donde la realidad y la ficción se trasminan y confunden, donde lo real se convierte en un juego trágico e irreverente, con ayuda de las enormes maquetas representando las callejuelas del barrio y las figurillas de arcilla en trances de ser fabricadas por las delicadas e incansables manos paternas, cual gancho incentivador para que los personajes verdaderos interactúen con sus réplicas diminutas, que hacen exclamar a la abuela rabiosa “Me han degradado” y cuya formación en grupo sólo se descubre al final de un travelling hacia adelante luego de abarcar y abandonar a los idénticos miembros de un grupo verdadero (en el mejor estilo del cinexperimentalista canadiense Michael Snow), esas figurillas que alivianan donosamente el relato (como otrora La muñeca de Lubitsch en 1919), que prefiguran la crueldad (como en La perra de Renoir 31) e invocan e inscriben las atrocidades inherentes a la guerra (como en La imagen perdida del camboyano Rithy Panh 13), equivalentes e innombrables.

La miniatura femielegiaca se presenta en última instancia como una necesaria y monumental viscerosófica búsqueda de la Verdad, una desesperada indagación de la verdad que ha obsedido y todavía socava y moviliza a la realizadora, en contra de las mentiras propaladas por los secretos familiares y estatales, la todopoderosa e ineluctable mentira, emblematizada por aquella foto infantil subsistente cuya falsedad será revelada por la omnirreverenciada abuela en plan de aguafiestas y sin posible sentimiento de culpa alguna (¿igual que el Estado?), exacto en el instante de mayor satisfacción y felicidad creativa de los colaboradores celebrantes de la cinta que estamos viendo.

Y la miniatura femielegiaca culmina en un plano cenital que empequeñece decisivamente en una maqueta atrapante a la cineasta misma.

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