Pocas veces han estado tan cerca dos genios y pocas veces, también, han roto de manera tan frontal y enigmática, como fue el caso de Richard Wagner (1813–1883) y Friedrich Nietzsche (1844–1900), ruptura de vastas consecuencias para la cultura occidental bajo cuya sombra transcurrió el siglo pasado. A finales de octubre de 1876 el compositor y el filósofo se vieron por última vez en Sorrento; mientras Nietzsche alababa el primer festival de Bayreuth en honor del maestro y sus óperas, acontecimiento nuevo en la historia de la cultura, internamente sufría de un desasosiego progresivo en contra de todo aquello que significaba Wagner, desde sus composiciones mismas (el libreto de Parsifal acabará por desconsolarlo) hasta lo implicado por Bayreuth y sus publicistas, quienes acabarían por negar ese renacimiento de Esquilo imaginado en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. Apenas en 1872, Nietzsche había publicado ese libro fundacional.

La vida intelectual no es agradable. Menos aún lo es cuando la amistad la pone a prueba e irrumpe el entorno familiar, que en el caso de Wagner con alguna celeridad empezó a hostigar a Nietzsche, por diversos motivos narrados por Joachim Köhler en Nietzsche & Wagner. A Lesson in Subjugation (1998), crónica escasa en ideas, aunque sustanciosa en chismes. Pese a la devoción del aún joven filósofo por el maestro, o acaso por ella, el núcleo encabezado por Cósima, su esposa (la hija ilegítima de Franz Liszt y de la maravillosa Marie d’Agoult), despreciaba a Nietzsche por ser sólo un bachiller cuya osadía filológica lo había privado de la consagración académica. También Cósima (en esa época todo el mundo llevaba diarios personales para informar a la posteridad) encontraba sospechosa la soltería de Nietzsche y su privanza con los filósofos Erwin Rohde y Paul Rée, quienes soñaban con establecer una cofradía masculina, libre y peripatética, rota cuando el primero decidió casarse, repudiando la ensoñación. Rée y Nietzsche se sintieron traicionados.

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Cósima nunca habló de homosexualidad, pero Richard cuya hipocondría incluía averiguar la historia clínica de sus amigos, consultó con el doctor Otto Eisler, médico suyo lo mismo de Nietzsche, y ambos atribuyeron a la masturbación la creciente insania mental del filósofo, recomendando la hidroterapia como remedio. En medio de esas habladurías, Nietzsche publica Humano, demasiado humano (1878), y es nuevamente Cosima quien advierte a su marido y a lo que ya bien podía llamarse la corte de Bayreuth, que el filósofo se aleja sin remedio del músico, quien morirá distanciado de su discípulo.

Los motivos profundos de la ruptura nietzscheana con Wagner van más allá de lo evidente, es decir, de la fundación de Bayreuth como una empresa comercial ávida de patrocinios reales y de consideración aristocrática, creando un ambiente del todo repulsivo –mediático hoy diríamos– para el ascetismo de Nietzsche, de quien se ha dicho que rompió con el festival de Bayreuth antes que con la música de Wagner. También el suegro Liszt, quien ya hacía rato había recibido la tonsura franciscana, se sintió un bufón en ese festival, donde acabaría por pescar la pulmonía que lo mató en 1886.

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Los Escritos sobre Wagner, fueron recopilados en español por Joan B. Llinares (Biblioteca Nueva, 2003). Crédito de foto: Agencia Valenciana Antifraude (AVAF).
Los Escritos sobre Wagner, fueron recopilados en español por Joan B. Llinares (Biblioteca Nueva, 2003). Crédito de foto: Agencia Valenciana Antifraude (AVAF).

Leyendo los Escritos sobre Wagner, recopilados en español por Joan B. Llinares (Biblioteca Nueva, 2003) aparece la raíz del desencanto. Wagner, según Nietzsche, no quería un mundo sin ídolos, sino una recristianización del paganismo germánico mediante toda la tramoya del romanticismo y su decadencia. “Para una tarea semejante”, dijo Nietzsche, “me fue necesaria la autodisciplina: –tomar partido contra todo lo que había de enfermo en mí”, incluido al “redentor” Wagner, quien había creído, además, en “la revolución”, el mito de donde provenían todas las desgracias.

Hacia 1888, poco antes de resquebrajarse por completo, Nietzsche sólo podía tolerar las melodías del “mediterráneo” Georges Bizet, un joven parisino que a esas alturas ya había muerto. Las óperas wagnerianas albergaban “una sala de enfermos histéricos” en grado patológico pues Wagner había diseminado la “sensualidad sobreexcitada” entre los adolescentes. En El caso Wagner, de ese año, Nietzsche escribió también que la esencia misma del arte estaba a prueba porque “Victor Hugo y Richard Wagner significan una y la misma cosa: que, en las culturas declinantes, donde quiera que la decisión esté en manos de las masas, la autenticidad se convierte en superflua, inconveniente, insignificante”.

Al convertir a Wagner en el corolario del oceánico y ostentoso Hugo –en un gesto que no se le escapó del todo a Th.W. Adorno– su repudio del romanticismo y de su culminación en el wagnerismo, Nietzsche se convirtió en el primero en dar el grito de alarma contra la industria cultural del siglo XX, quien tendría en el autor de El anillo del nibelungo a su primer pop star, ofreciendo una mitología al alcance del público que “con saber poco cree saberlo todo”, aquellos a quienes los críticos de los Estados Unidos calificarían después como el middlebrow creado por los medios de comunicación masiva.

A Nietzsche y a la Escuela de Frankfurt, elitistas de distinto signo, esa democratización de la cultura la hallaban destructiva. Adorno llegó a decir, en su ensayo sobre Wagner de 1936–1937, que atrás del Estado totalitario estaba Bayreuth, lo cual es y no es cierto. El drama del futuro fue más allá de la cultura de masas de la que se sirvieron Hitler y Stalin porque la industria cultural es, por naturaleza, más propia de las sociedades abiertas. Creo, por otro lado, que Wagner nació temprano: su arte del futuro habría sido el cine, experiencia que lo hubiese colmado. Es cosa de imaginarlo ante El nacimiento de una nación, la película de D.W. Griffith, en 1915.

En el caso de Wagner y Nietzsche ambos terminaron en manos de Hitler, entusiasta wagneriano desde su juventud, por interpósitas personas: la viuda y la hermana. El furibundo antisemitismo del compositor era el del Führer, bendecido como mecenas espiritual de Bayreuth por Cósima, quien murió en 1930 y cuya familia lo cultivó casi hasta el fin, haciéndolo guardián de algunas partituras originales del maestro. Por el lado del filósofo, Elisabeth Förster­–Nietzsche, su hermana fallecida en olor de santidad nacional–socialista cinco años más tarde, mutiló de su obra todo lo que tenía de anti–germánica y de (anti) antisemita para que nutriese, sin causar indigestiones ni eructos, al nazismo.

Queda como consuelo recordar ese fragmento de La gaya ciencia (nunca se encuentra manera natural de traducir ese título al español), donde Nietzsche habla de la “amistad estelar” entre dos barcos, cada uno con su meta y con su camino, que al cruzarse en el mar pueden hasta saludarse y celebrar, o permanecer unas horas juntos y tranquilos bajo el sol en un mismo puerto, sin ningún temor a no volver a verse de nuevo, protagonizando “la amistad de los extraños”. Así Wagner y Nietzsche.

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