Lee también:

El problema del libre albedrío ha fascinado a muchos neurólogos. Después de que publiqué la primera edición de Antropología del cerebro aparecieron algunos textos significativos que quiero comentar. Abordaré dos interpretaciones muy diferentes pero que a mi juicio contribuyen a distorsionar el problema de muy diversas maneras.

El neurocientífico inglés Anil Seth anuncia que ha creado una nueva ciencia de la conciencia (Being You: A New Science of Consciousness, Dutton, Nueva York, 2021). Sostiene que la conciencia emerge de la manera en que el cerebro predice y controla el estado interno del cuerpo. A partir de esta afirmación concluye que la esencia de la identidad personal no está en la mente racional ni en un alma inmaterial. Cree que es un proceso corporal biológico que sostiene la sensación de estar vivo y que este proceso es la base de las experiencias del “yo” (self). Para Seth “siendo tú” (Being you, el título de su libro) es literalmente algo acerca de tu cuerpo. La conciencia es un conjunto de predicciones basadas en el cerebro, definidas como “alucinaciones controladas”. La conciencia, por lo tanto, no depende del comportamiento hacia el exterior del cuerpo ni tiene relación con el lenguaje o la inteligencia, asegura el autor. Si la conciencia dependiera del lenguaje, los bebés y los animales no humanos no la tendrían (como ciertamente no la tienen, creo yo, en el sentido de una conciencia de ser conscientes).

Seth cree que las percepciones que sentimos no vienen del exterior, no entran en el interior de los órganos sensoriales, ni son el resultado de que esas sensaciones “suban” al cerebro. Por el contrario, las experiencias “bajan”, pues provienen del interior y del cerebro. En este proceso la experiencia se construye a partir de las predicciones que hace el cerebro sobre las causas de las señales sensoriales que recibe. De esta idea Seth deriva su propuesta central: la percepción es una alucinación controlada, un concepto que atribuye al psicólogo inglés Chris Frith, quien desarrolló la idea de que el cerebro genera predicciones sobre las sensaciones y que la similitud entre estas predicciones y las sensaciones reales que recibe provocan la sensación de que somos actores (agentes) que controlamos lo que hacemos. Ésta es la tesis que retoma Seth para desarrollar su definición de la conciencia como una alucinación controlada, que presenta como una especie de revolución copernicana. Pone el ejemplo de los colores, que no son una propiedad de las cosas en sí mismas. Así, el color rojo no es algo que está afuera y que se traslada al interior del cerebro. La experiencia de percibir el rojo es enteramente una fantasía neuronal atada al proceso continuo de hacer predicciones, es decir, del cerebro que provoca alucinaciones controladas. El error de Seth es suponer que, si el rojo no existe en el mundo real externo, entonces es el producto de una alucinación controlada por el cerebro. Desde luego que los colores no existen como tales en el mundo físico, sino que son el fruto de una clasificación cultural y lingüística que genera las categorías que circulan en la sociedad. En este sentido, yo creo que el color sí proviene del exterior, pero no del objeto que vemos como rojo sino de los códigos simbólicos generados culturalmente y que no son los mismos en las diferentes sociedades. No se trata, como dice Seth, de una buena conjetura perceptual (perceptual best guess) sino de una realidad cultural plasmada por el habla en la palabra rojo. En base a esta suposición Seth concluye que la percepción es un acto creativo y generativo que ocurre a partir de predicciones cerebrales. En realidad, el acto creativo ocurre fuera del cuerpo, en las redes sociales y simbólicas que nos rodean. Por supuesto, Seth no cree que no existan cosas en el mundo exterior, sino que la alucinación controlada por el cerebro crea un mundo perceptual que no es para nada una ventana transparente abierta a la realidad exterior. Se trata de “una compleja gimnasia neural”. En realidad, ese mundo interior de alucinaciones controladas, que genera sensaciones e ideas en la mente, es el bagaje simbólico y cultural de lo que yo llamo el exocerebro, el conjunto de prótesis que forman un sistema simbólico de sustitución, una idea que he expuesto extensamente en este libro.

Según Seth el “yo” (self) es también una alucinación controlada. Lo equipara a la idea de lo rojo, ya que supone que la sensación de ser una identidad única no significa que exista un “yo real”. Cree que hay varios egos: el de la sensación de estar vivos, el “yo en perspectiva”, el “yo volitivo”, el “yo narrativo” y el “yo social”. El problema que no percibe es que si dividimos la identidad dejamos de entender el problema del “yo” y de la conciencia. El problema que es necesario resolver es el de la unidad del “yo”. Seth cree que el cerebro es una máquina predictora de tipo bayesiano (que hace inferencias estadísticas) que genera las mejores conjeturas posibles sobre, por ejemplo, los estados mentales de los otros. Así se construyen, según él, las relaciones sociales. Me parece que Seth hace una reducción escalofriante de lo social a una máquina biológica predictora de los estados mentales de los otros humanos que nos rodean. Como todo esto ocurre por medio y a causa de nuestros cuerpos, es decir, de nuestra constitución animal, concluye que la conciencia humana es una “máquina bestial” (beast machine). Parecería que es una máquina que no está sintiendo sino calculando y que genera una alucinación controlada. Pero no se sabe quién o qué la controla. Por supuesto, considera que el libre albedrío es también una percepción, una ilusión controlada o controladora.

Para Seth el libre albedrío es simplemente la experiencia de una volición. En este sentido, el libre albedrío no es una ilusión sino una experiencia perceptual. El libre albedrío, piensa Seth, no es una intervención en el flujo de los eventos físicos en el universo, más precisamente en el cerebro, que ocasiona que algunas cosas ocurran y que de otra manera no habrían ocurrido. Ésa es la idea fantasmal (spooky) del libre albedrío que hay que olvidar, lo mismo que el dilema de si hay o no determinismo. Para él la discusión sobre el determinismo carece de sentido y hay que eliminarla por inservible, pues no es necesario pensar en un proceso indeterminista si aceptamos que el libre albedrío es simplemente una experiencia perceptual que no necesita que haya una interrupción del flujo causal de los eventos físicos. Concluye que la experiencia perceptual de la volición es una predicción perceptual autocumplida, una especie de alucinación controlada (y, acaso, controladora). Esto sí me parece algo realmente fantasmal: si tenemos la experiencia de que interrumpimos un flujo causal, no importa si en realidad se ha interrumpido o no. Lo que importa es nuestra percepción. La experiencia de la volición que hace pensar que un ego tiene una influencia causal en el mundo equivale a la forma en que atribuimos el color rojo al planeta Marte: es una alucinación controlada.

La reducción del funcionamiento de la conciencia al nivel de la biología (de la animalidad) es presumida por Seth como la destrucción del último bastión del excepcionalismo humano, que pretende que nuestra conciencia es algo especial y no algo inscrito en los amplios patrones de la naturaleza. Ha reducido la conciencia a la percepción y a ésta, a una especie de alucinación que no se sabe si es controlada o controladora. Al destruir la excepcionalidad humana para dejarnos sólo inmersos en la naturaleza biológica, ha eliminado del panorama la cultura, el lenguaje, la música, el arte, las redes simbólicas y la sociedad, esa parte de la conciencia humana que ciertamente es excepcional y que se encuentra en el mundo en el que transcurre nuestra vida cotidiana. Ha enterrado el misterio de la conciencia en el cuerpo animal, aunque al final parece pensar que, a fin de cuentas, no es tan malo que se mantenga un pequeño misterio. Pero en el libro ha hecho todo lo posible por proyectar los intensos reflectores de la ciencia biológica en lo que le parece la oscuridad en la que se ha sumido el problema de la conciencia. Al desechar el nivel social y cultural de la vida humana no ha logrado otra cosa sino enturbiar la investigación y la reflexión sobre el misterio de la conciencia. A mi juicio, Seth ha dejado a la conciencia ahogada en la biología.

El filósofo estadounidense William Egginton ha abordado en un brillante libro la polémica sobre el libre albedrío. En el título de su libro y en su exploración de la causalidad usa una idea de Jorge Luis Borges para estimular la reflexión sobre el orden que impera en la realidad: el rigor de los ángeles (The Rigor of Angels: Borges, Heisenberg, Kant, and the Ultimate Nature of Reality,Pantheon Books, Nueva York, 2023). Este rigor determinista impuesto a la realidad sería acorde a un orden inhumano, es decir, divino, y por lo tanto imposible de percibir completamente. Este orden domina en el planeta Tlön y la humanidad queda admirada al observar este rigor, pero se olvida de que “es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles”. De humanos, no de seres sobrenaturales. Egginton retoma a Kant, quien ya había dicho que la infinita regresión de responsabilidades, lo mismo que la infinita regresión de la causalidad, engendra una antinomia. Egginton cree que afirmar que yo soy lo que soy debido a mis circunstancias, a los genes de mis padres o porque Dios me dio un alma en el comienzo de un tiempo que debía acabar justo de esta manera, son argumentos que sirven para rechazar la responsabilidad por nuestras acciones y pueden igualmente ser usadas para apoyar la tesis de una responsabilidad última, sea de la clase de “the buck stops here” —dicho que indica que yo asumo toda la responsabilidad de cada decisión que he hecho— o del tipo de argumento que dice que Dios o la evolución tienen la responsabilidad. Esta antinomia surge porque hemos tomado algo situado siempre en el tiempo y en el espacio, es decir, nuestras decisiones o elecciones, y las hemos proyectado fuera de los límites espacio-temporales, como si la suma total de sus determinaciones pudiera volverse un objeto de conocimiento. Yo prefiero interpretar “el espacio y el tiempo” como lo que ocurre en el terreno sociocultural, que es el lugar donde se ubican el libre albedrío y las responsabilidades. Egginton afirma que los dos lados de la antinomia imaginan un ideal, una causa última, fuera del espacio y del tiempo, ya sea para asignar o para negar una responsabilidad; los escenarios ultramundanos que implantan un alma libre en un mundo mecanístico y que niegan toda responsabilidad a los agentes humanos caen en esa misma estrategia equivocada. Crean una causa no causada fuera del espacio y el tiempo para luego pretender que tiene un valor real en el aquí y el ahora. Imaginar una regresión infinita para probar algo implica situarse en un lugar superhumano para pretender tener una visión total de la causalidad, como el demonio de Laplace.

El libro de Egginton es una excelente y brillante exploración de la naturaleza de la realidad a partir de tres personajes —un escritor, un científico y un filósofo—: Borges, Heisenberg y Kant. El tema del libre albedrío es abordado con frecuencia y defiende su existencia. Pero cae en la tentación de buscar la base científica de la libertad en la teoría de Heisenberg, como ya lo había hecho Tagore cuando discutió el problema con Einstein. Para ello desarrolla la idea de que la realidad no es algo estable afuera de nosotros que coincide con lo que imaginamos, sino que es como el electrón de Heisenberg: no existe sino cuando lo observamos. Trae en su apoyo una frase famosa del antiguo filósofo latino Boecio, que dice así: “todo lo que se conoce no se comprende según su propio poder, sino según la facultad de quienes lo comprenden”. Es decir, las cosas no son conocidas de acuerdo con su naturaleza, sino de acuerdo con la naturaleza de quien las está comprendiendo. El libre albedrío, concluye Egginton, no se contrapone al flujo causal que ocurre de acuerdo con las leyes deterministas de la física más que si suponemos que ese fluir es la naturaleza última de la realidad. Pero si introducimos la mecánica cuántica podemos ver que la misma observación de las cosas, dice Egginton, introduce libertad en la naturaleza, pues somos y seremos siempre participantes activos en el universo que descubrimos.

Desde la perspectiva de la mecánica cuántica, piensa Egginton, si el acto de observación conjura instantáneamente el camino de una partícula subatómica, los fundamentos de la física clásica y de todo lo que experimentamos a nuestro alrededor se derrumban. Sin embargo, recordemos que Einstein objetó eso: el camino sí existe previamente, sólo que no lo vemos. Aquí se introduce la parábola de Schrödinger sobre la pelota que está en alguna de las dos cajas, pero no sabemos en cuál. Todo indica que hay un 50% de probabilidades de que esté en una de ellas. Pero se supone que, antes de la observación, los experimentos muestran que la pelota no estaba en ninguna de las cajas, cuando son abiertas. Sucede así con las partículas: están en muchos lugares hasta que son medidas y observadas. No es posible asumir un determinado tiempo, lugar o causa de su movimiento antes de nuestra intervención.

A mi parecer, buscar las raíces del libre albedrío en la física cuántica es tan inútil como tratar de demostrar que la libertad es un mito pues estamos sujetos a la cadena determinista de causas y efectos. De hecho, es una invitación a suponer que la mecánica física, sea cuántica, relativista o clásica, puede explicar algo sobre el libre albedrío.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses

Comentarios