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En Luto (México, 2024), demudado debut del fotógrafo mexicano internacionalizado Andrés Arochi Tinajero (crucial intervención en la cinta de horror cultista Longlegs 23), con guion suyo y de Gonzalo Romero, el delicado y frágil aunque intelectual treintañero Damián (Rodrigo Azuela) emprende un largo e interminable viaje errabundo de más de 14 mil kilómetros en automóvil y en apariencia sin rumbo fijo, de Baja California a Yucatán, en busca de consuelo merced a encuentros fortuitos y rituales de pueblos originarios, tras haber perdido a su guapa y adorada novia Dalia (Daniella Valdez intocable inconsútil), quien se ha suicidado por no poder reponerse del trágico aborto espontáneo de un deseadísimo primer bebé de ambos, pero cuya omnipresencia memoriosa y fantasmal persigue al varón en playas y riberas de lagos e incluso en la cumbre de las cordilleras más escarpadas, como si también la difunta buscara su sanación, a través y al cabo de los numerosos episodios de una crucial e híbrida mezcla de ficción y documental en esta multigeográfica y denodada aunque desoladora revisión de un duelo acompañante.
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El duelo acompañante arranca como la película en éxtasis que nunca dejará de ser, con la misteriosa secuencia irrealista de una danza sonámbula de figuras provistas de túnicas blancas y atroz rostro cubierto que sostienen enormes espigas al desplazarse con sigilo y cambiar apenas de lugar, una escena supuestamente observada por el héroe gracias a varios intercortes de su efigie espectadora, antes de que el inconsolable desesperado nervaliano Damián se deje apapachar entre vitrales por una cariñosa elegantísima parienta madura (Claudette Maillé) en una reunión casera y tome carretera ya en solitario, para enfrascarse en esa odisea itinerante a la vez vívida y profundamente espiritual, donde habrá de toparse, entre otras criaturas para él relevantes con un mochilero trotamundos noruego a quien le da un aventón respondiéndole en español a sus confidencias en inglés, los diminutos waxárikas de limpisimos atuendos flamígeros que bailan ceremoniosos y señoriales en la cima de una montaña, la buscadora de un ser querido que conmina al conmocionado varón barbudo a sincerarse como un miembro más de su balsámica agrupación desahogadora ya ritual, los deudos apaciguados que sedentes alrededor de una mesa al fin se atreven a hablar del padre que pereció ahogado en Valle de Guadalupe, cierta poseída e iluminada curandera istmeña que practica una limpia radical al devoto instantáneo Damián recitando ante él imparables letanías suprareligiosas católicas más que sagradas al invocar deidades sincréticas distintas, un pueblerino erudito en el Popol Vuh que desborda hermenéuticamente las cosmogónicas leyendas contenidas en ese libro mítico-sacro al aseverar que los antiguos mayas consideraban la muerte como la posibilidad última y necesaria de reencarnar/renacer en la profundidad de los cenotes para volver a juntarse al infinito con el cordón umbilical enterrado a cielo abierto (“Por eso las ollas que guardan los restos funerales son redondas y sin las líneas rectas occidentales”), y una miríada de personajes auténticos más, para culminar en cierta señora agorera como cierta confidencial Soledad (Dolores Heredia) que invoca las ánimas habitantes de las cuevas y vueltas revoloteo de murciélagos en ebullición.
El duelo acompañante hace de la fotografía invariablemente pictórica del realizador y Galo Álvarez una fuerza terrena íntima tanto en los brillantes interiores seudorrealistas de la media ficción o acosadores como en los transmutados escenarios suntuosos o apretados del medio documental sublimado, torna la música mutante de Sebastián Lechuga en una dimensión más alada que resonante y convierte a la edición del realizador en una suma de resplandores consagrados, todo ello para situar a este inclasificable film (mucho más que los azotes y alucines de un fotógrafo desbocado) entre las ardientes stanzas agónicas de la cosmopolita peregrinación prepóstuma del holandés Johan van der Keuken sabiendo que pronto iba a morir (en su obra maestra budista-africana Las últimas vacaciones 00) y el egregio recurso de los relatos potenciales de Chantal Akerman con cámara fija (Del otro lado 02) al fin y uno a uno transidamente materializados e ígneamente consumidos.
El duelo acompañante obliga a la imagen añorada de Dalia a desaparecérsele y de continuo aparecérsele al infeliz Damián, una y treinta veces, de manera obsesiva y onírica, a modo de ingobernable recuerdo traumático que surge sin explicación alguna en las luminosas arenas playeras o en la escarpada punta del cerro, en el esplendor magnífico del abismo rocoso o genitalmente desangrándose ovillada en la parte trasera del automóvil del alentador novio que maneja con premura hacia el hospital (“Ya vamos a llegar”), en la habitación lanzándole juguetonamente bocadillos a la boca del amado acuclillado guitarrita en mano o en una cocina destinada a conservar los ecos de una incallable riña exasperada (“También era mi bebé”), pues en todos esos lugares se manifiesta la vitalidad de esa joven hipersensible y naufragante sin remedio ni reemplazo posible, o sea como una sustancia voluptuosa que se resiste al luto y a su propia sanación, a la que finalmente cederá llorosa en la impactante sumergida Gruta del Mamut de Chiapas metamorfoseada en intemporal Cueva de los Murciélagos de la mitología maya.
Y el duelo acompañante contempla finalmente retenida el cuerpo navegante de la mujer amada hundiéndose en las tranquilas aguas translúcidas del cenote de Xibalbá, cayendo inconclusamente hacia el fondo intocado, como flotando hirviente y vaporosa, aprehendida desde arriba y desde abajo, cada vez más enroscada, cada vez más vaporosa, cada vez más subacuática, cada vez más intrauterina recalcitrante, cada vez más deseable, cada vez más cercanamente lejana, cada vez más inalcanzable, cada vez más bella irreconocible.