Leí ese gran escritor ruso y soviético entre 1988 y 1999, leí todo lo que encontré en francés y en español, porque su ruso es una lengua creada tan extraordinariamente que no la podía alcanzar, ni con todos los diccionarios del mundo. Gracias a unos traductores de primera, pude fascinado, descubrir un genio. Actualmente, vivo la misma experiencia, la misma sensación con las traducciones al español y al francés del noruego Jon Fosse, Nobel de literatura. Pienso que Andréi Platónov (1899-1951) merece un Nobel póstumo; el Nobel Joseph Brodsky, en la edición parisina, en ruso, de La Excavación (1973) saludaba a “esta lengua que pone en jaque el tiempo y el espacio, la vida misma y la muerte, y es bueno saludarla no por consideraciones de orden ‘cultural’, sino porque, a fin de cuentas, hablamos justamente en esta lengua.” A Platónov lo han catalogado como realista, realista socialista, surrealista, posmodernista, utópico, antiutópico, y ninguno de todos estos calificativos acierta a explicar la visión del mundo que nos ofrece el ingeniero-agrónomo, hijo de mecánico ferrocarrilero, constructor de cientos de pozos y represas; tampoco acertaron, en su tiempo, a entender la genialidad de su lengua. Hubo que esperar al gran poeta Joseph Brodsky, al exiliado Michel Heller, autor de Platónov o la búsqueda de la felicidad (en ruso, París, Ymca press, 1982), a Natalia Kornienko, a Georges Nivat y Jorge Semprún.

He vuelto a leerlo porque la editorial New York Review Books acaba de traducir La Excavación, Chevengur, Dzhan y La feliz Moscú, más o menos 1,400 páginas. 75 años después de la muerte prematura de Andréi, el autor de la reseña de los cuatro libros, todo un profesional del arte de la reseña, me sorprendió por su dictamen: “Novelas sin alimento, sin refugio, sin amor, sin dulzura, sin los trofeos de la civilización”. Dos grandes planas para decir que “hay probablemente una manera de leerlo y de salir al final de la experiencia con algo, pero no la encontré. Leí cuatro de sus obras brillantemente oscuras en inglés (me tomó diez meses). No tengo casi nada que decir sobre ellas. Bien hubiera podido ser impresa en otro alfabeto por lo poco que saqué. Mi progreso fue dolorosamente lento: dos páginas al día fue mi límite y era suficiente para agotarme. Platónov escribió sus libros a una velocidad que no alcancé para leerlos. Le eché la culpa a las circunstancias. La silla. Mis lentes de leer. La luz. En realidad, la culpa la tienen los libros.”

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“Prisioneros del sistema de trabajos forzados soviético en 1938-39: el hijo de Platónov fue enviado a un campo de estos, contrajo tuberculosis allí y murió en 1943; el escritor mismo cayó enfermo tras cuidar de él.” Crédito: Tour Moscú
“Prisioneros del sistema de trabajos forzados soviético en 1938-39: el hijo de Platónov fue enviado a un campo de estos, contrajo tuberculosis allí y murió en 1943; el escritor mismo cayó enfermo tras cuidar de él.” Crédito: Tour Moscú

Tan pronto como terminé de leer la reseña – asesinato más que reseña – corrí por mi ejemplar francés de La Excavación (En Chantier, Laffont 1997) para ver si había estado borracho cuando lo leí hace más de 25 años. Pues no, lo leí de un jalón y lo gocé como la primera vez, a veces riendo a carcajadas, a veces con los ojos llenos de lágrimas. Hace 25 años, di a leer a nuestro científico hijo varios libros de Andréi Platónov: Las Escluzas de Ypifán, En Chantier, Chevengur, Las Dudas de Makar, quedó encantado y me lo confirmó cuando le enseñé la sorprendente reseña.

El veredicto del reseñista: “estático, inasimilable, al mismo tiempo demasiado grande y demasiado pequeño. Cada libro a la escala de un continente, no un continente, sino una región polar”. Saluda a los traductores como unos verdaderos “héroes” porque “la escritura (de Platónov) hace todo lo que nos enseñan a no hacer. Cliché, jargón, abstracción… un estilo bárbaro, como si la pluma estuviera manejada con guantes de boxeo. Moderna medieval, realismo de ciencia ficción, ingenuidad gris, motín de pleonasmos.” El pobre dice que “lee esto con el freno de mano puesto, con una visibilidad de no más de cinco yardas.”

Yo lo leo a toda velocidad, sin poder pararme.

Andréi Platónov, nacido en Voronezh en 1899, hijo de obrero, empezó a trabajar como tornero-fresero a los catorce años, a los veinte luchó con los rojos durante la guerra civil, a los veintitrés publicó su primer libro de poesías. El ingeniero agrónomo se da a conocer en la literatura soviética en 1927 con sus Esclusas de Yepifan (en francés, por Gallimard en 1988 a la hora de la perestroika que redescubre al autor). ¿Novela histórica? Hay algo de eso porque nace del fracaso de una de las obras faraónicas del zar Pedro el Grande, intento de canal para unir los ríos Don y Oka. El riego, la conservación de los suelos es su preocupación de toda la vida: domar a la naturaleza, defendiéndola, llevará a la humanidad a la felicidad, pero en Las esclusas la arena destruye lentamente la labor de miles de esclavos.

Platónov estaba ligado al grupo fundado por el crítico literario Alexander Voronski, un comunista más humanista que marxista; esos escritores sueñan con el fin de todo Estado, de todo poder, se entristecen con la instrumentalización creciente de la utopía socialista, con la sumisión a la dictadura del Partido y de la burocracia. Entre ellos, el admirable Boris Pilniak e Iván Kataev. Casi todos morirán en 1937, acusados de trotskismo o de espionaje por cuenta de los países capitalistas. Andréi Platónov se salvó “por el azar de la lotería estaliniana pero su vida quedará rota”: arrestan a su hijo de quince años, Platón, lo mandan al Gulag donde pesca la tuberculosis que lo matará a él primero, a su padre después, en 1951.

Las Esclusas de Yepifan le valieron la fama, pero despertaron en seguida la desconfianza de las autoridades. Stalin es el nuevo Pedro el Grande, por lo tanto, evocar una gran obra colectiva que termina en desastre puede ser peligroso; se vuelve muy peligroso cuando, en 1929, Stalin lanza “la Gran Ruptura”: deskulakización, colectivización del campo, la gran hambruna de 1932-1933 como consecuencia directa: mueren de hambre 4,000,000 ucranianos, 1,000,000 (o más) de kazajes, 500,000 rusos del Bajo Volga.

Desde la “Tambovshchina”, represión feroz del levantamiento campesino de la provincia de Tambov, la masacre de los marineros rebeldes de Kronstadt y la primera hambruna de 1922, el joven Andréi Platónov ha perdido sus ilusiones, presenta al hombre como “huérfano del globo terrestre” y habla del “dolor mudo del universo”. Encabeza la Comisión para luchar contra el hambre y la sequía en su provincia de Voronezh y trabaja concretamente como ingeniero durante varios años, totalmente ajeno a la Moscú literaria. Insiste sobre la necesidad de proteger la tierra, “el polvo de nuestros antepasados sobre el cual caminamos.” En 1926-1927 lo hace en la provincia de Tambov y escribe a su mujer: “Vagando por estos rincones perdidos, he visto cosas tan tristes que a veces me resulta imposible creer que existiera una ciudad como la lujosa Moscú, el arte, la prosa. Y sin embargo, me parece que un arte de verdad, un auténtico pensamiento también puede desarrollarse en estos rincones perdidos.” De este conocimiento muy real, surgen sus desgraciados héroes. Él mantiene su fe en la utopía revolucionaria a la vez que intenta honestamente ver como se construye y destruye. Eso le vale ser oficialmente definido como “enemigo de clase en la literatura.”

“En la URSS Platónov fue uno de los escritores más prohibidos y uno de los más libres en su arte. Vivió y escribió ajeno a las pasiones y disputas que hervían en el proceso literario, negando con naturalidad la literatura entendida como juego verbal y, asimismo, como una de las formas de expresión ideológica. El extraño lenguaje de Platónov sorprendió ya a Gorki y a Hemingway por su alejamiento de las influencias literarias y por su paradójica y abrasadora verdad.” (Natalia Kornienko en su prólogo a La Patria de la electricidad y otros relatos, Galaxia Gutenberg, 1999). En 1929, a los treinta años, termina su Chevengur, obra magna de 450 páginas en la traducción francesa, que esperó cincuenta años para ser publicada en la URSS, porque su autor era “un renegado de la literatura proletaria”. 1929 es el año de “la gran ruptura” que cuesta la vida a millones de personas, entre ellas, la de muchos escritores.

Aún puede publicar un breve cuento, Las dudas de Makar, un campesino medio tonto que va a Moscú para presentar sus invenciones y termina en el manicomio. Este relato irónico llegó a manos de Stalin quién anotó: “Escritor de talento, pero canalla”. En 1930 concluye La excavación, obra maestra de una ironía absoluta que se publicará, como las otras, después de su muerte. Atacado, acusado de “difamar al hombre nuevo”, a la “línea general del partido”, manda cartas de arrepentimiento a periódicos y revistas. No las publican porque su ironía es transparente; habla de sus “errores progresivamente crecientes”, del carácter “pernicioso” de sus novelas que la crítica no ha podido dimensionar “pues la mayoría de mis obras no se han publicado”. Anuncia que está haciendo su perestroika ideológica y no puede “detener el torrente de obras que mana de mí y carece de interés y provecho para la revolución.” Escribe el 18 de noviembre de 1929 a Maxim Gorki, el Papa de la literatura soviética, a quién mandó el manuscrito de Chevengur. Gorki contesta que lo ha leído:

"Es usted un hombre de talento, (Como lo dijo Stalin, Nota de JM) esto es indiscutible, como lo es el hecho de que posee usted una lengua muy peculiar. Su novela es extraordinariamente interesante. Pero, aun siendo indiscutibles las cualidades de su trabajo, no creo que lo publiquen, que lo editen. Para ello será un impedimento su percepción anárquica del mundo, al parecer propia de su “espíritu”.

Y le diré más: entre los redactores actuales no veo a nadie capaz de valorar los méritos de su novela. Esto es todo lo que le puedo decir y lamento no poderle añadir otra cosa.

Deseándole todo lo mejor.

P.S. En su psique, tal como yo la percibo, hay algo cercano a Gógol. Por lo tanto, pruébese en la comedia y no en el drama. El drama déjelo para su propia satisfacción. No se enfade usted, no desespere. 'Todo pasa, sólo la verdad permanece'. Me dirá que 'mientras sale el sol, el roció se tragará los ojos'. No se los tragará.

Lo haya querido o no, usted dio a su descripción de la realidad un carácter lírico-satírico. A pesar de toda vuestra ternura por los hombres, vuestros personajes quedan velados por la ironía, el lector ve en ellos menos unos revolucionarios que unos 'chiflados'."

“En la Plaza Roja (1931), Stalin y Gorki.
“En la Plaza Roja (1931), Stalin y Gorki.

Andréi Platónov es fiel a sus convicciones. Piensa que “el final (de una obra) no está en la literatura, sino en la vida.” Ha dicho y repetido que el “escritor proletario” debe tener otra profesión, que “en la época de la construcción del socialismo no se puede ser un escritor puro (...) ser sólo escritor es más que una contradicción, una osadía (…) Las discusiones literarias me provocan las ulceras de la ironía.” Por eso, a la hora de la “gran ruptura”, de la destrucción del campesinado y de la terrible hambruna, ese “agente de la burguesía y de los explotadores” deja Moscú para ayudar a los koljozes y sovjozes del Bajo Volga y del Kuban sumidos en un desastre peor que el de 1921-1922. A lo largo de su obra los temas del hambre y frío están presentes. Cuando no trabaja como ingeniero-agrónomo, realiza una serie de inventos tecnológicos reconocidos y pasa al Comisariado de la Industria Pesada. Esa labor no impide que el año 1932 sea tan productivo: El mar juvenil; Pan y lectura; 14 Isbas Rojas (sobre la hambruna, Holodomor en ucraniano). De manera definitiva, “Moscú está maldita”, Moscú “la ciudad suprema dirigente” es la comedia, el lujo, los banquetes de la literatura soviética, mientras que las provincias, el campo, viven la tragedia del pueblo.

“¿Podré ser un escritor soviético, o es objetivamente imposible?”, le pregunta a Gorki, en 1933. Gorki no contestó, pero ayudó al escritor a viajar a Turkmenistán en una brigada de escritores; como agrónomo participa a la expedición de la Academia de Ciencias para estudiar el posible desarrollo de esa región. Por desgracia, no he leído el relato Takyr y la novela Dzhan – la voy a conseguir en francés. Según Natalia Korienko, el fruto del viaje a Asia Central es la llamada “prosa oriental” de Platónov. “A la mirada 'civilizada' de la maltratada y oscura Asia, tal como aparece en la literatura soviética, Platónov opone frontalmente el peculiar ritmo de Oriente con su mundo de “animales y plantas”, con el espacio desierto, es verdad, pero no vacío, con sus héroes-huérfanos, con el sufrimiento del hombre pequeño y el torrente de las conciencias de un pueblo agonizante.” Una obra más en la larga lista de las que no se publicaron en vida del autor.

Sigue escribiendo, sigue mandando sus textos a las revistas que siguen rechazándolos. ¡Milagro! En 1937 publican un libro de sus relatos, El río Putudán, que le vale un aluvión de críticas demoledoras. En el apogeo del Gran terror (1937-1938), no lo tocan, pero con un sadismo perverso, arrestan a su hijo Platón, de quince años, en mayo de 1938. Mijaíl Shólojov, el autor del Don Apacible, querido por Stalin, amigo de Platónov logra la liberación del joven que regresa tuberculoso después de tres años en los campos del Gulag: muere en 1943. Durante la guerra (1941-1945), Andréi es corresponsal militar y sus artículos en la revista del ejército, La Estrella Roja, se reúnen en cuatro tomos. Regresa del frente, rudamente contusionado y debilitado por la tuberculosis que contrajo al lado de su amado hijo. En 1946 publica un hermoso relato, El Retorno, que desata una vez más la condena de los críticos. Muere en 1951 a los 51 años y descansa, según su voluntad, al lado de su hijo en el panteón armenio de Moscú. Su viuda, María Platónova, dedicó su larga vida a lograr finalmente la publicación de las obras de Andréi.

Me asombra que el crítico anglófono de 2025 no haya sido sensible a la generosidad apasionada del autor, a su mezcla inimitable de lirismo y de ironía, a la poesía concreta que le sirve para describir el universo de las cosas, de los objetos, de los animales, de las plantas y de los hombres. Cito a Georges Nivat en su prefacio a Tchevengour: “Como átomos que se buscan en un espacio desolado, los pobres de la tierra, gente sin techo ni fuego, todo el pueblo de los rechazados que sufren del frío y de la hambruna se dan cita en su prosa y se quedan aglutinados en ella como moscas atrapadas en pegamento. Pero su sueño harapiento está cínicamente explotado por los jefes, los ingenieros de las almas, como decía el camarada Stalin, el temible ejército de los burócratas en marcha hacía el poder absoluto.”

¿Por qué el crítico no fue sensible a la ternura que siente Platónov para los hombres, para el hombre reducido a lo esencial, con su hambre de alimentos (pero primero de lumbre contra el frío) tanto para el alma como para el cuerpo? ¿Será que no comparte la admiración de Gorki, de Brodsky, de Semprún por esa lengua bien restituida por los traductores? Georges Nivat habla de “la complexité de sa pâte langagière”, la complejidad de la masa de su lenguaje, y precisa: “La lengua mitologizante de Platónov nos pega tan fuerte porque provoca alguna inmediatez de las sensaciones. Vuelve opaco todo lo psicológico, todo lo figurado, todo lo abstracto; los materializa, los cosifica. Las palabras salen de la fuente de su lenguaje como calcificadas, como esos objetos que las fuentes de agua caliza cubren de una ganga de eflorescencias pálidas.”

Lo que ofusca a nuestro crítico me maravillaba y no ha dejado de hacerlo. Ciertamente, la lengua de Andréi, Andréi como Rubliov, como Tarkovski, la lengua de Andréi Platónov es de las más extrañas, como la de su contemporáneo el francés Céline, como la de nuestro contemporáneo, Jon Fosse en su Trilogía, en su Septología. No tiene antecedentes ni equivalentes en su tiempo. Tampoco hoy. Es inimitable. Bien dice su traductor al francés, Louis Martinez: “Uno podría creer que el autor transcribe la crónica, redactada en una lengua desaparecida y lejana, de un mundo igualmente desaparecido, que hubiera sido misteriosamente tangente al nuestro.”

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