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Caballeros, la Matancera se queda en México, fueron las palabras de Rogelio Martínez al resto de los integrantes de la Sonora Matancera en pleno vuelo; la agrupación salía de gira y al mismo tiempo se exiliaba por decisión del director de la orquesta mientras Cuba daba inicio a su régimen socialista con Fidel Castro al mando. Iniciaba también la década de 1960 y la agrupación viajaba a la capital mexicana con un contrato para tocar en la Terrazza Cassino.
Aquí fueron recibidos por Iván Restrepo, el periodista de Novedades, columnista del suplemento México en la Cultura, quien era pareja de Margo Su, propietaria del Teatro Blanquita, donde también la Sonora se llegó a presentar antes de irse a Nueva York. En una calle de Pensilvania de la colonia Nápoles, Restrepo les consiguió una casa amueblada a la pareja Celia Cruz y Pedro Knight, trompetista del grupo. Eran años de convulsión en Cuba y de cierta inflexibilidad del sindicato de la música en México, que notaba con recelo cómo decenas de artistas cubanos, emigrados, se ganaban a pulso, tecladazos y trompetas el gusto del público noctámbulo, según una nota publicada en EL UNIVERSAL el 18 de septiembre de 1960 titulada “Con la música a otra parte”, donde se menciona a la Matancera entre los grupos non gratos.
Habían pasado 36 años desde que la orquesta se había formado en la ciudad porteña de Matanzas, en el barrio Ojo de agua, y su popularidad crecía a tal punto que, 100 años después, seguiría vigente. Un centenario difícil de resumir, pero que expresa la trascendencia musical y cultural de este conjunto considerado por melómanos e investigadores el “decano de la música tropical” debido a esa versatilidad rítmica sin igual, también por las voces y nacionalidades sui generis que logró llevar a los escenarios a través de los dúos ―otro logro más―, abriéndose cancha en suelo latino; además, por consolidar un formato musical que dio paso a otras sonoras como la Ponceña, la Dinamita o la Santanera, por introducir en la cultura la conga, el color y esas letras que educaron el sentimiento de casi un continente.
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En su inicio, la agrupación atravesó por diferentes nombres, géneros musicales y tesituras políticas desde su creación el 12 de enero de 1924, no sólo por los cambios de dictaduras y los golpes de Estado de la reciente Cuba independiente, sino por los estigmas sociales que traía consigo el son a principios del siglo XX, cuenta Marcos Salazar, especialista en música antillana que durante años entrevistó a artistas caribeños para el programa mexicano Radio Red.
“Hacia la década de los 20 ―contextualiza― la aristocracia en Cuba estimaba el son como música de segundo nivel porque se bailaba cuerpo a cuerpo y se tocaba en el arrabal. Ese aspecto era descrito en la revista cubana Bohemia de 1924 en secciones como ‘Sociales’ y ‘Crónica social de provincia’. Los grupos que se denominaban soneros eran restringidos en teatros y en las vitroleras de los cines, había una carga negativa especialmente si se trataba de ‘sonoras’, había sextetos y septetos como el Habanero”, fundado cuatro años antes, “pero es la Matancera la que impone el formato de percusión, piano, cuerdas, trompetas y voces”.
Tuna Liberal fue el primer nombre que adoptó, debido a la simpatía al Partido Liberal: amenizaba sus mítines y fiestas, pero con el tiempo se iría desprendiendo del lazo político aunque hay un episodio con el régimen castrista por relatar. Los primeros integrantes fueron el tresero Valentín Cané, el contrabajista Pablo Govín Vázquez, Bubú, el clave (voz y guitarra) Manuel Valera, el timbalero Domingo Medina Jimagua, el cornetín Ismael Governa, y Julio Govín, el primer cantante en la nómina del conjunto.
En 1926 cambió el nombre a Septeto Soprano, cuando ingresaron dos voces más: del maraquero Carlos Manuel Díaz, Caito, y del guitarrista Rogelio Martínez, quien más adelante tomaría la batuta como director; un año después pasaron a Estudiantina Matancera, en 1930 sería Sexteto y en 1935 Conjunto Sonora Matancera, ya con Calixto Licea como compositor. Fue a mediados de los 40 cuando eliminaron la palabra “conjunto”. Otros músicos dejarían el grupo con el paso del tiempo y nuevos rostros se integrarían, como Pedro Knight o Severino Ramos, extraordinario arreglista; además, hubo relevo generacional entre padres e hijos.
A La Habana el grupo llegó en 1927, la capital de la sonoridad dictada dentro de cafés y clubes, en los solares y las playas. Las primeras grabaciones se dieron en el 28 con el sello RCA Víctor, asentado en Colombia, señala Arturo Yáñez, investigador y coleccionista de la Matancera, con éste produjeron danzones y sones como “A mi cuba”, “Matanzas en la tierra del fuego” y “De oriente a occidente”. Los boleros también hicieron su aparición y en 1930 concertaron una transmisión con Radio Progreso, la primera emisión cubana, para luego presentarse en centros de ocio como el Habana Sport y el Edén Concert, donde filmaron un corto titulado Tam-Tam, el nacimiento de la rumba, en 1938; en el video se aprecia bailar a Bubú, el contrabajista.
La vida nocturna, bucólica y desenfrenada se alargó hasta finales de la década de los 50 y con el triunfo de la Revolución cubana se apagó poco a poco. En Neblina del ayer (Tusquets, 2016), el escritor Leonardo Padura describe con algarabía la locura de la fiesta habanera: “Verdad que había putas, había drogas y había mafia, pero la gente se divertía y la noche empezaba a las seis de la tarde y no se acababa nunca (…). En una misma noche podías tomarte una cerveza a las ocho (…), irte a un cabaret a bailar con Benny Moré, (…) con la (Orquesta) Casino de la Playa, con la Sonora Matancera, descansar un rato vacilando los boleros…”.
Antes de salir de la isla, la Matancera llegó a dedicarle a Fidel Castro la guaracha “Guajiro, llegó tu hora”, que resalta la implementación de la reforma agraria entre las nuevas medidas del movimiento revolucionario. El video fue rescatado por el periodista y trovador Fidel Díaz y exhibido en el programa cubano La pupila asombrada. Ahí Celia Cruz canta Reforma agraria es el grito / que lanzó Fidel en la Sierra / que estremece a Cuba entera / y a la América también. Luego el desencantó se descubrió el rostro.
Cuando la Matancera iniciaba sus grabaciones en 1928, en México el son cubano y el bolero ingresaron por Progreso, Yucatán, una de las escalas en los trayectos de barcos mercantes que viajaban de Nueva Orleans a La Habana, cuenta Armando Pous Escalante, investigador de la Fonoteca Nacional y coleccionista de soportes sonoros, aun cuando por el puerto de Veracruz los músicos cubanos bajaban con discos en mano. Pero no fue sino hasta la llegada del Son de Cuba de Marianao que estos géneros se popularizaron a tal punto que el empresario teatral José R. Campillo los llevó al Teatro Esperanza Iris, el 13 de marzo de ese año. “El Son de Cuba de Mariano permaneció durante 10 años en México y aunque no grabaron, sí lograron ser transmitidos por radio en el altiplano”, comenta Pous Escalante. La historia de esta agrupación está documentada por la periodista Merry MacMasters en un artículo de La Jornada.
Para los años 30, resalta la carencia de registros fonográficos de la Matancera, dice Arturo Yáñez: “El sello Víctor no los grabó, no se tiene material de la casa disquera”. En cambio, la disquera produjo música con Benny Moré, con la Orquesta Casino de la Playa, del conocido arreglista Anselmo Sacasas y en la que cantaba Miguelito Valdés (más tarde artista invitado de la Sonora para algunos números). Debido a la falta de grabaciones, muchos melómanos desestiman la participación de Dámaso Pérez Prado en la Matancera, pero El rey del mambo figuró brevemente: al menos uno de los arreglos que sí reconoce Marcos Salazar es “Rumba rica”, tema cantado tiempo después por Bienvenido Granda, el elogiado crooner de planta de la Matancera de 1945 a 1954 apodado el Bigote que canta.
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Así como Pérez Prado, otros tantos artistas desfilaron por la Sonora Matancera sin que quedara registro alguno. Arturo se apoya en las cifras de Héctor Ramírez Bedoya, fundador del Club de la Sonora Matancera en Medellín, que en su Historia de la Matancera y sus estrellas (1996) contabiliza a 42 artistas que grabaron con la Sonora de más de 60, entre cubanos, puertorriqueños, dominicanos, haitianos, panameños y mexicanos, como Toña La Negra y Emilio Domínguez El Jarocho, con quienes produjeron piezas: con El Jarocho lanzaron el álbum Celebremos Nochebuena y con Toña La Negra “Mentira, Salomé” y “Cenizas” (Pous Escalante ha documentado por separado la biografía de esta artista veracruzana en Toña La Negra. La sensación jarocha, editado por el gobierno de Veracruz. La razón de este libro es porque el investigador se percató de una falta de archivo hemerográfico de Toña pese a su fama). El colombiano Tito Cortés fue otro de los que cantó junto a la Sonora en 1961, pero que no aparece en ningún número, precisa. La colaboración se dio en un episodio de El estudio Raleigh, programa televisivo en México conducido por el actor y cantante Pedro Vargas.
Tesoro de la América Latina
La Matancera no sólo fue pionera en los duetos, abrazando a personajes como Celia Cruz, Daniel Santos, Alfredito Valdéz, Bienvenido Granda, Celio González o Nelson Pinedo, voces que dieron identidad al conjunto entre mediados de los 40 hasta la década del 60, sino en sus producciones, concuerdan Pous Escalante, Yáñez y Salzar, para quienes ese lapso representa la edad dorada del conjunto, con lanzamientos como Ahí viene la Sonora Matancera, Música mujeres y piratas, La Sonora Matancera llegó!, Luna de Miel, o aquella guajira cantada por Celia y Laito Sureda “En el bajío”.
Para Mario Zaldívar Rivera, autor de El mito de La Sonora Matancera (Litografía IPECA, 1999), su trascendencia radica en la memoria musical que construyó a su paso por América Latina, durante sus giras por distintos centros de ocio o desde la radio; por ejemplo, Mario recuerda cómo en su barrio natal de San José “se oían en las esquinas a la Matancera, en los puestos misceláneos, en las pulperías, las cantinas reproduciendo éxitos grabados”. Lo mismo Salazar, quien rememora la música de fondo de la Sonora en el cabaret La Fuente, el teatro Follies o el Lírico, o en los salones México y Los Ángeles, a donde la Sonora asistió por primera vez a mediados de los 50.
Con música de la Sonora Matancera también creció el escritor Gabriel García Márquez, particularmente con los boleros, género que a temprana edad el Nobel de Literatura cultivó junto a su hermano Luis Enrique, incluso concursó en el programa radial La hora de todo un poco de la estación La Voz de la Patria, que lanzaba convocatorias al público para interpretar canciones de su agrado, según narra el novelista en sus memorias Vivir para contarla (2002). En un artículo de la Fundación Gabo, Orlando Oliveros apunta que, en un inicio, la invención en García Márquez estaba más cerca de las letras interpretadas por Daniel Santos que las escritas por William Faulkner. Y Salazar asevera que a García Márquez lo asociaban en el medio musical con Bienvenido, sobre todo por su bigote: al colombiano le llamaban el Bigote que escribe.
Probable el mote o no, el autor de Cien años de soledad dedicó sendos escritos periodísticos y narrativos al danzón y al bolero, cuya naturaleza está imantada al sentimiento, “es una camisa de fuerza en el corazón”, escribe en una columna titulada “Llevarás la marca” ―en alusión al tema cantado por Santos y la Sonora Matancera―, publicada en El Heraldo de Barranquilla el 30 de septiembre de 1950, donde cuenta la historia de José Romero, “un romántico seductor de Caracas” que gozó de varios cariños aquí y allá. La característica infame de Romero, narra, era esa propensión a exceder sus dotes románticos. Romero entregaba la prueba de amor estampando las iniciales de su nombre, no en la esquina de un pañuelo o “grabadas a filo de navaja enamorada en la corteza de un árbol”, como establecen los métodos clásicos. Al parecer nuestro hombre encontró “un sitio más propicio”, dice el novelista: “la frente de sus entregadizas y múltiples amadas”.
En ese sentido, las canciones de la Matancera, dice Mario Zaldívar, propiciaron historias de amor e ilusiones estimulantes, pero además “fueron un acicate de los latinoamericanos y migrantes en Estados Unidos que vieron en este grupo un soporte sentimental y una silueta bien definida de identidad que se desprendía de la calle; el hombre y la mujer podían enfrentar la vida y seguir con sus angustias existenciales sabiendo que a la vuelta de la esquina la música de la Matancera los acompañaba”. Bien podría añadir Zaldívar: a la vuelta, en “La esquina del movimiento” (canción con Nelson Pinedo, 1958). Pero prefiere decir que la Sonora forjó una personalidad “tornándose parte de un conglomerado social llamado barrio”. En México, su popularidad estuvo conectada con los sonideros, que traían discos de novedad a la Ciudad de México, entre ellos acetatos de la Matancera, un distintivo para sonidos como La Changa de Ramón Rojo, que tiene por costumbre abrir la pista de baile con voces y ritmos matanceros.
Este fenómeno Yáñez lo atribuye a la relación creativa entre la Matancera y Seeco Récord, casa discográfica en Miami especializada en música latina que contribuyó a la versatilidad de voces que la Matancera agrupó. Por su parte, el investigador experto en música afroantillana y jarocha de la Universidad Veracruzana, Rafael Figueroa Hernández, destaca la proyección continental que México ofrecía en la época, país al que califica como La Meca de la industria musical, radiofónica y cinematográfica. Esto “atrajo a músicos y artistas del Cono Sur que buscaron exposición internacional, en el cine de oro cuyo alcance se extendía hasta la Patagonia, pero al mismo tiempo Cuba y México ganaron resonancia con el famoso cine de rumberas”.
Para efectos, en 1955 Celia Cruz actuó en el film cubano-mexicano Una gallega en La Habana de René Cardona, en ese momento Cruz era parte del Ballet de las Mulatas de Fuego y la Matancera le marcaba el tempo a Nelson Pindo, quien en una escena canta el tema “Me voy pa’ La Habana”. Salazar tiene presente la actuación de Celia y Elena Burke en la película Salón México (1948) de Emilio Fernández; “las Mulatas habían llegado primero al Teatro Follies y se presentaron un par de veces en el Waikiki, ubicado en Reforma 13 frente al Excelsior, el cabaret que según las crónicas tenía a las mujeres más bellas de México, y el conjunto de Juan Bruno Terraza las acompañó”. La Matancera y Celia abren con “Tu voz” la comedia teatral Amorcito corazón (1961) de Rogelio A. González, acompañados de Rosita Quintana y Mauricio Garces. El argumento del gallego también se articula en torno a ¡Olé… Cuba! (1957), film cubano de Manuel de la Pedrosa: la Matancera no falta, es la orquesta de la terraza, de la tumbadora aporreada, con el carisma de Celio el Satanás de Cuba y la potestad de Celia La novedad entonando “Me voy a Pinar del río”.
Santos, apodado el Inquieto Anacobero, también figura en la cinta El ángel caído (1961) de Juan José Ortega, donde baila con Quintana al ritmo del “Tibiri Tabara”. Debido a su relevancia, Daniel motivó al puertorriqueño Luis Rafael Sánchez a escribir La importancia de llamarse Daniel Santos, título que juega con el Ernesto de Oscar Wilde. En la obra, Sánchez recorre distintos escenarios de Hispanoamérica en los que el cantante se convirtió en un referente. Sánchez propone una identidad hispano‐panamericana usando como punto de inflexión el mito del cantante cuya música logró fusionar geografías dispersas de habla española en el continente. Mario Zaldívar propone esta lectura del mito de la Sonora Matancera en su libro. “Las latitudes que abarcó, las expresiones musicales y culturales las entendió gracias a los artistas diversos que proyectó en los escenarios, de ahí su repertorio con rancheras, baladas, pregones, guaguancos, cha cha chá, salsas, y de ahí mismo la fusión de ritmos e historias que acercaban a los cubanos con mexicanos, a los panameños con los colombianos, etcétera”.
Bien toma prestado el investigador costarricense la explicación de Ernest Béckert sobre la necesidad de los pueblos de erigir sus propios ídolos. “El mito es un héroe en acción”, dice, y esta agrupación aún se conserva en ese estado de actividad, quizá ahora como leyenda más que como héroe; los días de gloria han pasado, consideran estos melómanos, pero mientras suene la Sonora Matancera en la esquina del mundo, en las cantinas y salones de la ciudad, esta agrupación seguirá celebrando vida, baile y conga.