Más Información
“México tiene gran cariño por el pueblo uruguayo”; Claudia Sheinbaum sostiene llamada con Yamandú Orsi tras victoria presidencial
VIDEO: Tras caso Marilyn Cote, Alejandro Armenta anuncia Clínica de Salud Mental en Puebla; hay que evitar estos casos
Obtiene registro sólo una planilla en elección de dirigencia de la FSTSE; Joel Ayala va por la reelección
Dos meses antes de su muerte apareció el último libro que Edgardo Cozarinsky (1939–2024) vio impreso, pero dada su hiperactividad, bien puedo equivocarme y quizás, antes del 2 de junio, publicó algún otro, junto a Rastros (Pre-textos, Valencia, 2024), del que hoy me ocupo. Nieto de la diáspora judía, a Cozarinsky le tocó la suya propia, habiendo abandonado su Buenos Aires nativo antes del golpe militar de 1976, temeroso de ser víctima del fuego cruzado entre los demonios y por ello, acaso, sea autor de uno de los cuentos más notables que sobre el exilio existen, ese “Viaje sentimental”, incluido en Vudú urbano(1984), libro tan exaltado.
Rastros es un libro de recuerdos, o de “disgresiones”, como prefería Cozarinsky y la primera se refiere a la Plaza de Francia, el 23 de agosto de 1944 en Buenos Aires, donde fue festejada la liberación de París en un país, la Argentina, que estaba cerca de ser nazificado. Aquella multitud le hizo descubrir, al precavido Jorge Luis Borges, que no “toda emoción colectiva es innoble”. En esa senda de guerra y memoria, va Cozarinsky a la caza de “nostálgicos que puedan satisfacer” su curiosidad sobre sitios como el London Grill, un restorán, o la Franco–inglesa, una farmacia, que durante la guerra de Las Malvinas tacharon, por algún tiempo y de sus fachadas, toda referencia a la Pérfida Albión.
Cozarinsky arroja recuerdos, como si jugara una partida de ajedrez y estuviese adelantando jugadas mentalmente, y de la indulgencia que la Liberación otorgó a Borges en cuanto a las multitudes, pasa a 1974, cuando almorzaba, a veces, en Le Petit Saint–Benoît, comedero parisino bien conocido y que debe su fama, nos lo recuerda Cozarinsky, a que en el edificio de enfrente vivían, al mismo tiempo, Marguerite Duras y Robert Antelme en un piso, y Ramon Fernandez y su esposa Betty, en otro. Los primeros entraron a la Resistencia y cuando ello ocurrió, la escritora le pidió a la mujer de Fernandez, notorio colaboracionista, que dejarán de saludarse en la calle (como invocando a Cozarinsky, Rubén Gallo recordó la anécdota hace unas semanas).
Si el primer capítulo de Rastrosestá dedicado a París y a Buenos Aires, el segundo, en Rastros, trata de las Irlandas. Resulta que un amigo irlandés de Cozarinsky le mandó dos recortes de periódico –antiquísima manera de preservar lo mínimamente memorable y para lo cual sólo se requería de tijeras– sobre Eamon de Valera, primer ministro de Irlanda que el 2 de mayo de 1945, “concurrió a la legación de Alemania en Dublín para presentar sus condolencias por la muerte de Adolf Hitler”.
“Mi primera impresión”, afirma Cozarinsky, “fue de respeto por la falta de oportunismo en vísperas de la derrota definitiva del Tercer Reich. Eamon de Valera, entonces estadista, otrora guerrillero en la rebelión irlandesa de Pascua de 1916 (condenado a muerte en Londres, indultado más tarde), no había perdido su carácter independiente ni el respeto del protocolo. En su gesto no sentí una innecesaria provocación ante los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, más bien una simple reafirmación de la neutralidad elegida para su país a pesar de ser parte de la Commonwealth.”
Ése y otros detalles de la vida de Valera, sojuzgado por los ingleses sin ser pronazi en una República de Irlanda (primero Estado Libre irlandés) sospechosa de ser “un nido de espías” y sólo admitida en la ONU hasta 1955, son esos “rastros” de ambigüedad positiva ante el Mal que obsesionan a Cozarinsky, quien, por ejemplo, en 2006 y de visita en Dublín, saliendo de una obra de teatro de Oscar Wilde va a dar a un pub y cuando le preguntan al argentino de dónde proviene – por no poder reconocer su acento– el cantinero, en vez de tocar la campana anunciando la última ronda, proclama: “Eh gente, este hombre es de la Argentina, luchó contra los ingleses”. “Entendí”, cierra el episodio Cozarinsky, “que no valía la pena desencantarlo con precisiones de fecha y edad porque ya me rodeaba una cantidad de parroquianos enardecidos que me abrazaban y pagaban vueltas sucesivas de Guinness”.
Asuntos terribles, también, preocuparon a Cozarinsky, como el último concierto de la Filarmónica de Berlín, en el auditorio de la Radio, salvado de las bombas, en marzo o abril de 1945, donde al final del concierto, “niños con el uniforme de la juventud hitleriana (Hitlerjunge) distribuían entre el público pastillas de cianuro”, registrando que durante la batalla final y aún después, se suicidaron siete mil berlineses y en Demmin, en la Pomerania occidental, mil de los quince mil habitantes de aquella ciudad norteña, temerosos (con razón) de las violaciones multitudinarias y los fusilamientos en masa que venía cometiendo el victorioso Ejército Rojo.
El suicidio colectivo de Masada es uno de los mitos fundadores del Estado de Israel y aunque no está mencionado en la Torah, en la literatura rabínica “abundan las justificaciones del suicidio” para evitar “la transgresión de un mandamiento”, según leemos en Rastros. En una carta de Walter Benjamin, dice que la compañía vienesa de gas, le suspendió el servicio a los judíos porque “abusaban” del gas para suicidarse. Temían, a su vez, caer en manos de los nazis, como le hizo el propio Benjamin, dándose muerte.
A Cozarinsky lo emociona la admiración de Lou Reed, por el poeta Delmore Schwartz, que había sido no sólo su profesor universitario, sino “su padrino espiritual”, a quien dedicó unas estrofas en “My House” (The Blue Mask). La viuda de Reed, Laurie Anderson, se ocupa actualmente del mantenimiento de la tumba de Delmore Schwartz, quien murió enloquecido y alucinado en un hotel de Nueva York
Al leer Rastros, con Cozarinsky recién muerto, me auto–felicité por haber establecido una breve correspondencia con él, tras una reseña que publiqué aquí, en Confabulario, años después de haberlo saludado en Buenos Aires. A través del Facebook tan banal (pues Edgardo no le temía a nada) me dio detalles de su trato con su amigo Severo Sarduy, el poeta cubano que tan poco se le parecía y a quien consideraba “el secuestrado de Tel Quel”, la revista de Philippe Sollers a la que lo llevó François Wahl. “Si Barthes, sensible a toda distracción que mitigase su aburrimiento vital, se dejó frecuentar por el grupo, dejó que manosearan alguna de sus intuiciones, Severo se fue ajando como una planta tropical trasplantada a un invernadero. De algún modo, intenté rescatarlo de su dorada jaula germanopratina”.
La buena vecindad como seguro de vida, entre parisinos políticamente divididos; la cura de la agorafobia de Borges; el cálculo diplomático del irlandés De Valera; el propio Cozarinsky emborrachado por los irlandeses por una imprecisión política y hasta temporal, o las cápsulas de cianuro distribuidas por los niños nazis, junto a las excepciones rabínicas para autorizar el suicidio; las pasajeras omisiones mercantiles a las que obliga una guerra; la reverencia de Lou Reed por su maestro (el poeta Schwartz) y, finalmente, Sarduy como una planta ajada en el invierno, son los detalles que atraviesan la obra del argentino, como leemos en Rastros. A todos ellos los une una característica conmovedora: antes de internarse en la gravedad del siglo filosófico, Edgardo Cozarinsky subraya la sutileza que lo humano deja caer antes de cruzar la frontera entre el bien y el Mal.