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Era el 16 de abril de 1943. Mientras bombardeos e invasiones castigaban Europa por distintos flancos, el apacible, puntual y metódico Albert Hofmann realizaba sus investigaciones en la neutral Suiza. Durante su estudio de los alcaloides del tizón del centeno, en la búsqueda de un estimulante circulatorio y de la respiración para el desarrollo de fármacos, tras desechar 24 compuestos previos, encontraría en el número 25 una sorpresa inconcebible para él —y para cualquiera— hasta ese día. Unas cuantas gotitas de LSD-25 cayeron fortuitamente en sus dedos, y a los pocos instantes empezó a tener extrañas visiones: el lento movimiento de objetos en el espacio, flotantes y solitarios; la multiplicación de perspectivas visuales, apreciación caleidoscópica de la realidad, transformación de las personas en extrañas criaturas y hasta desdoblamiento: Albert Hofmann vio a Albert Hofmann ver a Albert Hofmann ver a Albert Hofmann.
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Tan delirantes experiencias serían determinantes para cambios sociales y culturales inimaginables en 1943, pero evidenciados más tarde en las artes plásticas, la música, la literatura, el cine, la moda e incluso en el psicoanálisis. Probablemente, sin Hofmann y su formidable descubrimiento no se hubieran desarrollado revolucionarios estudios en el psicoanálisis, pero, además, la generación hippie sería probablemente otra cosa, nunca hubiera existido la psicodelia, The Doors, Pink Floyd, los fabulosos efectos de las luces estroboscópicas combinadas con colores líquidos, emblema visual de los festivales californianos de los 60. Quizás los Beatles jamás hubieran pasado de cantar “Love me do a I’m the Walrus...”
Hofmann in the sky with diamonds
A pesar de que Timothy Leary fue el gurú —quien buscó activamente la respetabilidad del LSD dentro de la comunidad científica—, la personalidad más destacada en cuanto a militancia y exhortación al consumo libre del LSD (Dietilamida de ácido lisérgico), sobre todo por su participación en los tumultuosos 60 como impulsor en las comunidades hippies, fue Hofmann el factor decisivo de esta historia, el alquimista que dio con la piedra filosofal. La parafernalia colorida y propagandística vino después del descubrimiento efectuado por el químico y humanista suizo, quien, no contento con repetir sus pruebas días después de aquel histórico 16 de abril, mientras trabajaba en los laboratorios Sandoz, retó a la suerte haciendo el regreso de su trabajo a su casa en bicicleta, acompañado por un asistente, y en la plenitud de su estado alucinatorio. Una travesía que hoy se considera mítica. De hecho, en conmemoración a ese día, el 19 de abril se celebra en muchos países el Día Mundial de la Bicicleta.
Las mismas praderas suizas que podrían haber visto juguetear a Heidi con su cándido y bonachón abuelito en los dibujos animados, contemplaron impávidas el primer viaje ácido “consciente” de la historia. “En el camino, mi condición comenzó a tomar formas amenazadoras. Todo en mi campo de visión ondeaba y estaba distorsionado como si lo viera en un espejo curvo. Tenía, además, la sensación de estar incapacitado para moverme de mi lugar, aunque mi asistente me dijo más tarde que viajamos a gran velocidad”, escribió Hofmann sobre su trayecto. A la vez, explicó la “idea llena de amarga ironía”, que tomó forma en su cabeza: “Si ahora era forzado a abandonar prematuramente este mundo, era por culpa del ácido lisérgico que yo mismo había traído al mundo”.
En los años de posguerra, entre 1947 y 1966, el LSD fue producido industrialmente bajo la forma de pastillas y ampollas por Sandoz (con el nombre de Delysid), aunque su acceso estaba limitado a los doctores y enfermeras que lo utilizaban como sustancia para tratamientos psiquiátricos y neurológicos. Algunos podrían suponer que esa fue una etapa dorada para esos pacientes. Pasar de la lobotomía y los electroshocks a una dosis de LSD debe haber servido, mínimo, como paliativo o escapismo. De sus observaciones personales de aquellas experiencias, bebió Ken Kesey para escribir Alguien voló sobre el nido del cuco (película también conocida como Atrapado sin salida).
Viaje al seso de la tierra
Visiones supuestamente divinas o místicas, incontables colores apareciendo dentro de la cabeza, girando incesantemente como un alocado disco de Newton, sonidos que se podían ver, colores que se podían saborear y toda una gama de emociones y sensaciones magnificadas y hermosas, son las cualidades más mencionadas de un viaje ácido, lo que se llama popularmente “un trip”. Pero más allá del efecto recreativo visto en películas como Easy Rider (1969) o Miedo y asco en Las Vegas (1998), o el potencial placer sensorial que proporciona la escucha hipnótica de rock sicodélico o progresivo, el LSD también encontró valor en sus objetivos terapéuticos.
Uno de los primeros pacientes célebres que hizo pública su experiencia con LSD fue el actor Cary Grant —una de las grandes leyendas del Hollywood clásico, recordado por cintas como Charada o Con la muerte en los talones—, quien en 1961 declaró que el tratamiento había cambiado su vida: “Siento que ahora me comprendo realmente a mí mismo. Antes no era así. Y al no comprenderme a mí mismo, ¿cómo esperar comprender a los demás? Sencillamente, he vuelto a nacer”, fueron sus palabras. Grant curó su depresión tras consumirlo como tratamiento (acompañado por el psiquiatra Oscar Janiger, uno de los más reputados estudiosos de la droga), y llegó a recomendar —a través de la revista Good Housekeeping, de carácter familiar y tradicionalista— su uso a todas las amas de casa de América.
Al parecer, tras los usos terapéuticos, algunos círculos intelectuales empezaron a consumir el LSD para potenciar las posibilidades de su mente o abrir su conciencia. Alguna gota también le cayó casualmente a Timothy Leary y el resto es historia. En Harvard, donde el famoso psicólogo trabajaba como profesor e investigador, comenzaron experimentos entre graduados, luego entre estudiantes y finalmente salieron a las calles. Apenas notaron que los jóvenes se estaban divirtiendo demasiado, las autoridades estadounidenses no dudaron en emitir una orden de prohibición contra el LSD —que hasta entonces era legal—, seguida de una intensiva campaña mediática, a la que Leary respondió desafiante: “El próximo siglo nadie te preguntará qué libros lees para aumentar tu cultura, sino que químico usas para potenciar tu mente”. Nixon lo nombró “El hombre más peligroso de los Estados Unidos”. No era ni terrorista ni criminal, pero se convirtió en el enemigo público número uno.
Hofmann, por su parte, aseguró: “Después de mi primera experiencia, traté de buscar una explicación. Cada individuo que experimenta LSD entra en otra realidad, viendo cosas de una manera aún más real. Hasta ese día, yo creía que existía una sola realidad. De pronto experimenté otra. Intenté entender científicamente cómo podía suceder eso. Entonces, me dije que para que la realidad exista, uno tiene que experimentar lo que no existe”.
La Psycho logia
“El ácido color café que está circulando no es bueno. Les rogamos que no lo tomen de ningún modo. Estén alerta”. La advertencia de los posibles daños de un ácido de mala calidad se dio no entre un grupo de amigos o un círculo pequeño de consumidores. Los más acuciosos recordarán que la frase de marras se dice a todo pulmón, ante medio millón de espectadores, en pleno festival de Woodstock. Para 1969, el LSD ya era un fenómeno de masas y la psicodelia configuraba toda una cultura popular. Haight-Ashbury, el célebre barrio hippie de San Francisco, fue el primer lugar donde se vendió abiertamente, como si de Hershey’s o Kisses se tratara. Y las influencias de la sustancia estaban flotando en el viento, como diría Dylan, quien ya buscaba a su Tambourine Man para que le facilitara suculentos trips, mientras se sentaba a escuchar a los Beatles y a ver el cielo donde Lucy estaba con diamantes. Curiosamente, la polémica debatida largamente acerca del significado de esta canción (si no lo sabías, de “Lucy in the Sky with Diamonds” se dijo que era apologética del consumo del LSD, pues lo representaba en las siglas del título y hablaba en su letra de sueños de mandarina y cielos de mermelada, entre otros devaneos) le dio fama mundial a la criatura de Hofmann. En la época, músicos como The Doors, el Pink Floyd de Syd Barret —de quién se dice que “quemó cerebro” por su consumo desmedido—, los Rolling Stones de Brian Jones, Jimi Hendrix, Grateful Dead, Santana, Jefferson Airplane, The Animals, entre otros, vieron sus composiciones y sus vidas profundamente influenciados por el ácido lisérgico. Varias estrellas de cine también mostrarían abiertamente su lado psicodélico. En 1967, el mismísimo Jack Nicholson escribió una película llamada The Trip, que fue dirigida por Roger Corman y protagonizada por esos dos joyones de antología llamados Peter Fonda y Dennis Hopper, quienes después dirigirían Easy Rider, donde se muestra la que es quizá la mejor escena cinematográfica de un viaje ácido.
Por supuesto, como toda droga puede representar la euforia o el horror, pero eso no fue óbice para que los grandes intelectuales rehusaran la posibilidad de emprender un viaje. Luego de entablar amistad con el buen doctor Hofmann, Ernst Jünger, considerado uno de los pensadores más sobresalientes del siglo XX, influenció toda su obra subsiguiente en las revelaciones de su descubrimiento psicodélico (“Ernst Jünger disfrutó del despliegue colorido de imágenes orientales; yo estaba de viaje entre tribus bereberes en el norte de África”, escribiría Hofmann tras su primer trip juntos). Y cómo olvidar al escritor Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz y Las puertas de la percepción, quien, precipitado al final de su vida por un doloroso cáncer que lo dejó sin habla, le pidió por escrito a su esposa Laura que le ayudara a emprender el que sería, literalmente, su último viaje. Muy diligente ella, le administró 100 microgramos de LSD, facilitados por Timothy Leary como compasiva extrema unción. Huxley partió de este mundo en paz y sin dolor. Otros, como el escritor Ken Kesey, autor de Atrapado sin salida; Francis Crick, quien descubrió el ADN, y los patriarcas cibernéticos Steve Jobs y Bill Gates, también lo consumieron. ¿Qué hacía Hofmann mientras tanto? Reforzaba su aspecto de investigador humanista, concentrándose en el estudio de plantas originarias de Sudamérica y México causantes de efectos similares al LSD y utilizadas en ceremonias religiosas desde épocas precolombinas. Entre ellas, ayahuasca, san pedro, peyote y una amplia variedad de hongos alucinógenos. A la vez, era un luchador incansable por la legalización del que llamó en uno de sus libros su “niño problema”, con fines terapéuticos y de estudio. Mientras varios gobiernos la combatían, él afirmaba: “¿Qué tal si en vez de hablar tanto sobre la guerra contra las drogas habláramos un poco sobre las drogas que podrían acabar con las guerras?”
Papá cumplió 100 años
Gente de todas las áreas del conocimiento —y del desconocimiento— la había consumido. Se había aprovechado y se había abusado de ella. Había curado vidas y había destruido otras. Desde Ernest Jünger hasta un vagabundo desconocido en alguna calle oscura de San Francisco o Tánger, millones habían ingerido LSD en gotas, cartoncitos sin carisma o simpatiquísimas presentaciones de colores y dibujos con la cara del Tío Sam, la de Have a Nice Day o la de Bart Simpson: unos creyendo que contribuiría a ensanchar la cordura y otros que permitía desatar a voluntad la demencia. Por décadas, Hofmann continuó desarrollando trabajos que representan la unión entre el mundo científico y el espiritual. Dos libros sintetizan sus estudios: Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (1979) y Cómo descubrí el LSD y qué pasó después en el mundo (1997).
Aunque en su momento la noticia les pareció a muchos la exageración de una leyenda urbana o una malévola broma producto de la mente traviesa de algún redactor de la revista High Times, en enero del 2006 Albert Hofmann cumplió 100 años afirmando que él, y su infranqueable salud, eran la mejor representación de que el LSD no hacía los daños que las autoridades afirmaban. Distintas organizaciones de defensa del compuesto, estudiosos de la mente y músicos como Eric Burdon de The Animals, asistieron a la conmemoración de su centenario, donde se le ofreció un cálido homenaje. La ocasión se aprovechó también para una serie de conferencias sobre la sustancia y sus efectos en la sociedad del siglo XX. Los entendidos en materia lisérgica se despacharon a su gusto en una celebración que se prolongó varios días en Basilea, Suiza, muy cerca de su casa y del lugar que recorrió en bicicleta como un funambulista de otros mundos. Posterior a la tortita y el Happy Birthday de rigor, Hofmann aseguró que su mayor deseo era que la ciencia pudiera volver a experimentar e investigar con LSD, pues “los sacerdotes de nuestro tiempo son los psiquiatras, y a ellos se les debería permitir su uso con fines terapéuticos”.
Aunque vivió siempre con la discreción de un químico casero y sencillo, para muchos fue una especie de Dios. Puso la inocente sustancia en un Paraíso Terrenal donde los hombres serían, al fin y al cabo, árboles del bien y del mal que decidirían los sucesos futuros según las consecuencias de su consumo. Sacó de sus costillas al gurú Timothy Leary para que los tentara, serpenteando los años 60, donde solo la adicción o la locura serían pecado mortal. “Yo no elegí el LSD. El LSD me encontró y me llamó”, declaró alguna vez. Con calma y en paz, el 29 de abril del 2008, una de las personalidades más llamativas del siglo XX, humanista y visionario por sobre todas las cosas, emprendió el viaje más fascinante de todos, a los 102 años. Have a nice trip, doctor Hofmann.