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La Revolución mexicana y la Revolución rusa, hermanadas durante décadas, han tenido desenlaces similares, guardando toda proporción entre un régimen autoritario y un sistema concentracionario. Ambas intentaron convertirse en democracias funcionales, pero pasada la euforia inicial —tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y la derrota del PRI en 2000—, ni Rusia ni México han alcanzado la democracia soñada y diseñada, involucionando, en diferentes velocidades, hacia el mundo de los años veinte y treinta del siglo pasado.
En eso estamos y con la cuarta presidencia de Vladímir Putin, reelecto en 2018, cuya jefatura ya cubre casi todos los días del nuevo milenio, puede decirse que Rusia sólo ha tenido democracia durante algunos meses, antes del golpe de Trotski en aquel octubre de 1917 y en la tempestuosa década transcurrida entre Gorbachov y Yeltsin.
En la Noche vieja de 1999, Yeltsin (1931–2007) renunció a la presidencia de la Federación Rusa, el devastado núcleo sobreviviente de la desaparecida Unión Soviética. Nombró presidente interino a Putin, su primer ministro, quien diferente de sus sucesores, sometidos al arbitrio enloquecido del ebrio y enfermo Yeltsin (y de su codiciosa familia), llegaría para quedarse. Buscando fortuna política en Moscú, una vez defenestrado su protector Anatoli Sobchak, alcalde de San Petersburgo, Putin fue entrevistado y a la pregunta, “¿Quién eres, Vladímir Vladimírovich?”, contestó, “el hijo de mi madre y de mi padre”. Poco después, el modesto padre de Putin, en su lecho de muerte, al despedirse de su hijo, completó la parábola al cerrar los ojos satisfecho y decirle a la enfermera: “Mi hijo será un zar”.
El antiguo espía Putin repuso en su sitio en la sede de la antigua KGB a la estatua de Félix Dzerzhinski, el sanguinario fundador de la Cheka leninista pero ello no le impidió a Putin, de mala gana, inaugurar en 2017 un memorial por las víctimas de Stalin, venerado por su régimen con cierta discreción. Empleado de Sobchak en San Petersburgo, a Putin le encargaron convertir a la soñada Venecia del Báltico en una nueva versión de Las Vegas y lo que consiguieron los inexpertos demócratas rusos fue convertirse en lenones y emular el Chicago de Al Capone. Tras esa lección, Putin en el Kremlin, según su biógrafo Steven Lee Myers en El nuevo zar. Ascenso y reinado de Vladimir Putin, decidió poner en práctica una vieja observación de Marx: los capitalistas deben ser amigos del poder pero nunca ejercerlo, así que los empresarios a quienes Yeltsin hizo soñar con el cetro fueron constreñidos a enriquecerse. Cualquier otra ambición la pagaron con la cárcel, el exilio o la muerte.
A lo largo de su reinado (incluido su interregno como primer ministro de su compinche Dmitri Medvédev, entre 2008 y 2012, a quien le cedió la presidencia un ratito), Putin entendió que el autoritarismo devolvería el poder y la gloria a Rusia siempre y cuando mantuviese las formalidades democráticas gracias a aplastantes mayorías parlamentarias, capaces de hacer modificaciones constitucionales a modo y despojase en los hechos, al país, de su carácter federal, impidiendo la elección directa de los gobernadores y de las restantes subdivisiones territoriales.
Putin le sacó jugo a la inexperiencia democrática de los rusos y al caos económico provocado por los años de Yeltsin, que tornó en súbita la nostalgia por el “estancamiento” de la URSS. Ante el peor de los mundos posibles, Putin recurrió al consuelo de dos fantasmas familiares: el patriotismo y la guerra. Hizo del segundo conflicto checheno, iniciado en 1999, un motivo de orgullo bélico para los rusos y frente a la ola de atentados terroristas que le siguieron, Putin les recordó a sus compatriotas que ellos, en contraste con los occidentales, cuentan a los sobrevivientes y no a las víctimas.
Rusia Unida, un gran partido hegemónico al cual Putin se da el lujo de no pertenecer, predica un nacionalismo agresivo y conservador, que ha tornado irrelevante a la oposición, sobre todo a la liberal. Putin cree que la democracia rusa, soberana, es diferente a la occidental y controla las libertades según las necesidades de la seguridad nacional. Tras la aún vacilante decisión de Trump de retirar sus tropas de Siria, la inmensa tierra euroasiática depende, como durante siglos, de la voluntad de un solo hombre, apenas atento a los respingos de Ankara y o de Teherán. Y Vladímir Putin no parece ser un gigante con pies de barro.