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Pocos ensayistas tiene la lengua española con una prosa tan limpia y sugerente como la del cubano Antonio José Ponte (Matanzas, 1964), a su vez poeta semisecreto, capaz de imaginar, en un abrir y cerrar de ojos, a San Agustín en una ventana, junto a su madre, frente al puerto de Ostia. Desde que leí El libro perdido de los origenistas (2002), un libro sobre los padres silenciados —por el castrismo— de la literatura isleña, encontré en Ponte a un verdadero discípulo de Borges. Lo digo no tanto por aquello de que “cada escritor crea a sus precursores”, frase del argentino sobre Kafka que, bien leída, es otro de sus aciertos geniales: darle a un lugar común una pátina clásica, hacer de un tópico una cita intransferible.
Ante El libro perdido de los origenistas entendí que si para Borges el evento decisivo en su vida había sido la biblioteca de su padre, para el cubano lo fue desenterrar a los maestros de la revista Orígenes (1944–1956), con quienes, finalmente, rencontró un hogar. En este libro aparece un cuento en forma de ensayo sobre el abrigo de José Martí, explicando cómo una tiranía se apodera de un clásico, previendo Ponte que a los origenistas les esperaba un destino similar: convertirse en un aire turbio a respirar, en vez de una lectura en libertad. Me parece que el descrédito universal de la literatura impidió el temido despojo.
Hace años reseñé La fiesta vigilada (2007), novela que encontré kunderiana, y leí Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (2005), lamentando, después, no haber leído otro par de libros de una bibliografía que al parecer ha sido escasa durante la última década; por ello, me alegró poder leer, gracias a una edición de la Universidad de Querétaro (2017), Las comidas profundas (1997), otra muestra de la aventurera vida editorial de Ponte.
Los buenos ensayos, y Las comidas profundas lo es, son varias cosas a la vez. Escrito o concebido durante el llamado Periodo Especial, como fue llamado el desamparo isleño cuando cayó el Muro de Berlín y cesó el subsidio comunista de la dictadura, Las comidas profundas tiene su origen, me imagino, en la escasez. Pero, sobre todo, posee una capacidad reveladoramente cubana, la de hacer antropología literaria, a la manera de Fernando Ortiz (1881–1969) sobre el tabaco y el azúcar, pues a la cocina cubana y a sus componentes, Ponte dedica Las comidas profundas. De lo refinado a lo crudo.
Estas memorias, ya clásicas, de cocina y con una bodega casi vacía, comienzan con el encuentro de Carlos V con la primera piña traída de las Indias, ante cuya majestad el emperador se descubre: “Desatiende a los colores relampagueantes de los pájaros, el azoro de los indígenas. No se fija demasiado en el oro y en las piedras volcadas en bandejas, está absorto en la piña. La observa del mismo modo”, leemos en Las comidas profundas, “en que observaría a una ciudad enemiga amurallada. Procura hallar la brecha por donde tomarla, revisa una armadura”.
“A punto de devorar el único pequeño pan del día”, interviene Ponte en su propio elogio de aquella fruta singular a los ojos del César, “he pensado en la falta que ese pan me hará más tarde. Lo mismo que el emperador. El día que me toca atravesar hacia otro pan pequeño es tan vasto como el océano desde Sevilla. Días y días marcados por una ración de prisionero. Supongo que al norte o al futuro abundarán las piñas y los panes. Como un viejo cartógrafo que llena de mapas de ballenas y eolos y gente de las antípodas, coloco en algún punto el lugar De Donde Vienen Las Comidas Sabrosas (lo vi en una postal, un cuadro de Paul Klee). Y todavía llamo a ese lugar imaginario Cuba”.
Al elogio de la piña, viene una reflexión de Ponte sobre la inapetencia, de las “comidas que evitamos desde la infancia y que un día regresan a ganarnos, a tener una revancha”, recordando cuando “tratábamos de convencer a los adultos de aquella enemistad. No la encontraban razonable, aducíamos pruebas en vano”. Lo cual lleva al ensayista, en Las comidas profundas, a recordar cómo a Bertrand Russell le supo “más dulce” el albaricoque cuando conoció su falsa y su verdadera etimología. Luego Ponte se nos pone cubanísimo y cita “Corona de las frutas”, donde el goloso José Lezama Lima “inventó güelfos y gibelinos del paladar: quienes ponen la piña sobre el mamey y quienes ponen el mamey sobre la piña”.
Las comidas profundas devienen librescas con Apollinaire quien, se nos cuenta, compuso un relato erótico ocurrido en una taberna, en el Londres del siglo XVIII, donde un conquistador de mujeres quiso cortejar a una dama bebiendo champaña con su zapatilla como copa, lo cual le pareció poco osado cuanto más borracho estuvo y decidió que el cocinero le diese como alimento sazonado a la zapatilla entera. Tras otro cuento de Apollinaire, de ese talante, Ponte pasa al periodismo. A principios de los años 90, un cargamento de frazadas de limpieza desapareció en el laberíntico mercado negro de La Habana y la investigación policíaca acabó por descubrir que las frazadas —supongo que lo que en México llamamos jergas— no dejaron ningún resto porque fueron disueltas, cocinadas y consumidas, tras haber sido aderezadas con limón, huevo batido y pan rallado para terminar en calidad de carne falsa.
“Muchas amas de casa”, concluye Ponte, “por la misma época del bistec de frazada, conseguían carne de res de las cáscaras de toronja” pues “la historia se repite en cualquier país en depresión económica. La desesperación hace que se multipliquen las metáforas”, como lo prueba Virginia Woolf, quien antes de ahogarse en el río cargada de piedras anotaba en su Diario, con la predecible flema, las privaciones a que la sometía, a ella y a Leonard, su marido, el racionamiento bélico de 1941. No tan previsiblemente, el séptimo y último capítulo de Las comidas profundas es un íncip. Tan sólo dice “Una mesa en La Habana…” y el resto de la página queda en blanco.
Previamente, Antonio José Ponte había escrito que “quien está sentado a la mesa de escribir y de comer recuerda las verdaderas comidas, lo que toman al final de sus vidas los grandes taoístas: un poco de rocío, un pedazo de nube, algún celaje, arcoíris. Lo que está al final del comer cubano, supone, el final de todas las metáforas de las comidas cubanas, es la sombra. Por eso Lezama Lima habrá escrito que el cubano al comer se incorpora al bosque. Un pueblo tan solar está obligado a comer oscuridades por naturaleza”.