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El actual titular del Ejecutivo llegó a la presidencia con amplios márgenes de maniobra al contar con mayoría en las dos cámaras del Congreso de la Unión. Sin embargo, tres tristes tigres rondan en el ambiente.
Mucha política y poco gobierno. Con frecuencia se confunde el quehacer político con el quehacer de gobierno. No son sinónimos. Más aún, nada asegura que el éxito político electoral conlleve a un buen gobierno. El pasado sexenio fue clara muestra de ello.
Tres décadas en el gobierno federal me enseñaron, entre otras cosas, que para que una política pública funcione requiere de cinco componentes: sustento técnico, sustento jurídico, sustento político (concertación), andamiaje institucional (operadores eficientes) y partida presupuestal. La mayor parte de las propuestas hasta ahora presentadas presentan fallas en varias de estas condiciones: débiles en la parte técnica, frágiles en su sustento jurídico, ayunas en la concertación con otros actores y operadores con poca experiencia. En materia de buen gobierno no existen los milagros y, a diferencia del quehacer político, en el buen gobierno poco influyen las emociones.
Generación vs repartición de riqueza. Varias de las iniciativas hasta ahora presentadas, orientadas a la loable tarea de reducir la inequidad y la pobreza, absorberán cuantiosos recursos del presupuesto 2019, pero son esencialmente asistencialistas. Es el caso de los programas dirigidos a adultos mayores, jóvenes y al generoso programa de becas y nuevas universidades. Programas que atenúan la pobreza, pero no generan riqueza. Los mal pensados consideran que son iniciativas más dirigidas a generar simpatía política que a resolver problemas.
La decisión del NAIM, de no corregirse, podría convertirse en el síndrome de Ayotzinapa del nuevo gobierno. Esto es, un golpe —autoinfligido— que provoca daños irreparables a la confiabilidad del gobierno con graves consecuencias para el país. Dicen los economistas ilustrados —no necesariamente anclados al neoliberalismo—, que no hay manera efectiva de combatir la inequidad y la pobreza sin crecimiento económico y generación de empleos.Todo ello conlleva cuantiosas inversiones y buena planeación. Ahuyentar la inversión abona al menor crecimiento. Los programas de austeridad y combate a la corrupción pueden generar ahorros, pero no crean riqueza. Menos aún si los ahorros se destinan a programas asistencialistas.
Democracia directa vs. democracia representativa. La fortaleza de una democracia no se mide por la habilidad de sus políticos, sino por la solidez de sus instituciones. Medida por su fragilidad, la democracia mexicana está más cercana al lugar en donde se encontraba la democracia venezolana a la llegada de Chávez que la de EU a la llegada de Trump. No podemos presumir de una democracia sólida.
Hablar de un cambio de régimen político en el país, como lo ha hecho el primer mandatario, es motivo de profunda inquietud, misma que se acrecienta cuando se provoca un conflicto abierto con el poder judicial, que pone en entredicho el sistema de contrapesos entre los poderes de la Unión, cuando se introducen esquemas de gobierno que dejan de lado a los gobernadores, lo que pone en riesgo el federalismo; o cuando se acude al imaginario colectivo por encima de la representatividad para tomar decisiones.
México es una república democrática, representativa y federal. Si se ponen en entredicho estos tres principios básicos, se pone en entredicho nuestra democracia. La alternativa es el centralismo, en sus distintas versiones, que ha probado ser muy bueno para los gobernantes y fatal para los gobernados. No hay muchas más opciones. Tres tristes tigres rondan por el trigal. Si no nos cuidamos, pueden hacer estragos.
Consultor en temas de seguridad y
política exterior
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