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La austeridad ha sido el camino implementado por la mayoría de las economías de América Latina, que desde la crisis de 2008 deben hacer frente a desequilibrios fiscales y deudas crecientes. Sin embargo, estos recortes del gasto público han tenido costos, en términos de crecimiento y empleo.
Para Mark Blyth (2013), la austeridad es una idea peligrosa, que como medida de política económica ha mostrado ser ineficaz para promover el bienestar. Moreno Brid et. al. (2016) conciben a la austeridad como “…el conjunto de programas de consolidación de las finanzas públicas que buscan reducir drásticamente los déficits fiscales”. Por su parte, Parguez (2013) considera que “…es una política permanente, a través de la cual un gobierno intenta recortar el gasto doméstico agregado lo suficiente, a fin de ajustar la economía a las leyes del mercado”.
La austeridad ha sido el mecanismo favorito de los gobiernos neoliberales para justificar el desmantelamiento del Estado de bienestar. Losada (2013) identifica tres etapas en este proceso. En primer lugar, se deterioran los servicios públicos mediante recortes masivos en el presupuesto. Posteriormente, se descapitalizan los activos públicos y los usuarios pierden la confianza en dichos servicios y su función redistributiva (por ejemplo, no hay abasto de medicinas en los hospitales públicos, el transporte público se encuentra abarrotado y es ineficiente, etcétera). Finalmente, los servicios públicos, como la salud o la educación, se desmantelan o privatizan o se transfiere su control al sector privado.
La libre circulación de capitales internacionales y el predominio de un capital financiero altamente concentrado, determinan que las políticas macroeconómicas se subordinen a mantener la rentabilidad de los activos financieros. Bajo una financiarización subordinada, el superávit fiscal primario, conseguido a través de la austeridad, se ha convertido en la garantía de que los gobiernos son solventes frente a las altas finanzas.
El superávit fiscal y el recorte del gasto público permiten abrir múltiples espacios de rentabilidad para las altas finanzas: en el financiamiento al Estado, en la transferencia de los bienes públicos a las grandes corporaciones, en el arbitraje de monedas, en el desplazamiento de las economías locales débiles por las empresas trasnacionales, entre otros. A través de estos mecanismos se mantiene la estabilidad de los mercados financieros, pero se empobrece a la sociedad.
Los gobiernos que ignoran los peligros de la austeridad, centran su gestión en el reparto de los recursos, pero se olvidan de su compromiso con la generación de riqueza y empleo, y que para ello es necesario el gasto interno. En economías estancadas, la austeridad agrava la presión sobre el gasto de los hogares y de las empresas. Si el gobierno recorta su gasto, cuando las familias y las empresas están sobreendeudadas, ¿de dónde saldrán los ingresos para que la gente consuma lo que se produce? La “austeridad expansiva” es una falacia.
Un gobierno económica y financieramente responsable debe procurar la expansión del gasto público que reactive el mercado interno y el poder adquisitivo de los salarios, así como la ganancia de los empresarios en moneda local. Para asegurar un nivel de demanda agregada que logre el pleno empleo, Michal Kalecki (1944) recomendaba tres medidas: déficits presupuestarios sostenidos, la estimulación de los niveles de inversión o la redistribución de la renta en una dirección igualitaria. De ese tamaño es el reto.
Profesor de laENES León de la UNAM e Integrante
del CACEPS. caceps@gmail.com