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En los últimos días hemos atestiguado una serie de discursos y acciones que nos invitan a reflexionar el rumbo que puede tomar la educación superior en el país. Han sido dos las señales: 1) el “error mecanográfico” que eliminó la fracción VII de la iniciativa de ley que reforma el Artículo 3ro. constitucional, relativa a la autonomía universitaria y, 2) la reducción presupuestal para las universidades públicas planteada en el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación, para el ejercicio fiscal 2019. Tales desencuentros han generado un sin fin de opiniones que invitan a reflexionar sobre el valor que la población mexicana otorga a la educación superior. En particular, urge refelxionar sobre el aprecio, ¿o desprecio?, a la autonomía universitaria.
Desde la opinión pública, uno de los cuestionamientos más recurrentes ha sido el alcance de la autonomía en la gestión de las universidades públicas, la cual se ha manifes tado en la escasa transparencia en el uso de los recursos públicos. Ejemplo de ello es el involucramiento de algunos actores en escándalos como el de la estafa maestra o gestiones rectorales como la de Juan López Salazar, ex rector de la Universidad Autónoma de Nayarit.
Tal apreciación no es un asunto menor, ¿por qué es importante la autonomía universitaria no sólo para las universidades, sino también para la sociedad? La respuesta se puede resumir en el siguiente argumento: “La autonomía universitaria es la que brinda la posibilidad de ejercer la reflexión y la crítica, para que la universidad sea el espacio libre en el que se produzca y trasmita el conocimiento” (Muñoz, 2010). Es la autonomía la que nos permite forjar el pensamiento que contrarreste cualquier intento de autorismo y control del aparato estatal; a la postre, se refleja en el fortalecimiento de los procesos democráticos que el país requiere para trascender.
Por ello, es tarea de quienes habitamos las universidades y convivimos diariamente en ellas replantear el valor de la autonomía y hacerlo extensivo a la sociedad. Este debate debe recuperar la diversidad del sistema universitario mexicano. De nueva cuenta, se asume que la autonomía se vive de la misma manera en todas las instituciones de educación superior. No es lo mismo la autonomía de la Universidad Autónoma Metropolitana o la Universidad Nacional Autónoma de México, que la de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, o la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Son instituciones con historias, contextos, y pesos políticos nacionales y locales diferenciados.
Sin embargo, la autonomía, la transparencia y la rendición de cuentas no son conceptos teórica y empíricamente excluyentes; atienden a la responsabilidad financiera y académica de las universidades. En consecuencia, es urgente exigir un manejo responsable del patrimonio y eliminar toda opacidad en el ejercicio de los recursos. Juzgar a las universidades únicamente desde la óptica financiera es, valga la inconformidad, injusto. Desde hace décadas, el trabajo académico que se realiza en las instituciones de educación superior es objeto de constante revisión y control por parte del Estado mexicano. Día con día se viven los efectos perversos del Estado evaluador; se rinde cuentas a través de la evaluación y acreditación de programas, de instituciones, de actores, y de procesos. Como lo manifestó Eduardo Ibarra, estamos ante una universidad que goza de “libertad supervisada” que se opera a través del financiamiento, la auditoría e inspección.
El debate sobre la autonomía universitaria no se limita a los cubículos. Abrámoslo a la sociedad y hagámoslo con responsabilidad. Ello implica reconocer el papel de la universidad pública mexicana en el desarrollo de nuestra nación y colocar en el centro de la discusión del proyecto universitario que se requiere para responder a los retos que exigen las circunstancias sociales.
Profesora-investigadora de la UAM Xochimilco