Esta semana Israel ejecutó una ofensiva aérea masiva contra territorio iraní, en una operación militar que marcó un punto de inflexión en la ya frágil estabilidad regional. Bajo el nombre de “Operación León Ascendente”, más de doscientas aeronaves israelíes bombardearon cerca de un centenar de objetivos estratégicos en Irán, incluyendo instalaciones nucleares, bases militares, fábricas de misiles y zonas residenciales. Los ataques provocaron la muerte de altos mandos militares, científicos nucleares y decenas de civiles, borrados sin distinción en el marco de una supuesta acción preventiva. Horas más tarde, como respuesta, Irán desplegó la “Operación Promesa Verdadera III”, lanzando una oleada de misiles y drones sobre Tel Aviv, Jerusalén y otras ciudades, completando así una jornada de violencia que no sólo reaviva la amenaza de una guerra, sino que pone al desnudo el cinismo de una retórica internacional que sigue invocando la moderación mientras observa, en silencio, cómo se profundiza la maquinaria de la muerte.

Esta escalada no puede entenderse como un mero episodio dentro de la lógica disuasiva tradicional. Lo que Israel presenta como una supuesta estrategia de pacificación —un acto preventivo para neutralizar una amenaza existencial— se revela, en los hechos, como una coreografía de exterminio diseñada para consolidar su poder regional bajo el ropaje de la legitimidad defensiva. Los objetivos elegidos, el simbolismo de las fechas, la teatralidad bélica y la narrativa que la acompaña conforman un dispositivo político que excede la autodefensa: Es una forma de pedagogía del castigo. No es paz lo que busca Israel; es la afirmación de su impunidad en el lenguaje más crudo del siglo XXI: La destrucción masiva legitimada por el aparato comunicacional del Estado. Lo que presenciamos no es el despliegue de una guerra, sino la encarnación contemporánea de un proyecto genocida que encuentra justificación en cada misil lanzado y en cada palabra cuidadosamente pronunciada (sin casualidad) en inglés ante las cámaras de Occidente.

La violencia que despliega Israel no responde a una lógica de contención ni de defensa, sino a una arquitectura política que reproduce, a escala regional, una forma moderna de necropolítica: La gestión diferencial del derecho a vivir y del permiso para morir. No se trata de pacificar, sino de producir enemigos absolutos; no se trata de negociar paz, sino de escenificar la desaparición de todo aquello que pueda desafiar el monopolio de la fuerza, del relato, de la historia. La guerra deja de ser un medio para imponer condiciones y se convierte en un fin en sí mismo, en un gesto “soberano” que busca inscribir terror en el cuerpo del otro. En esta lógica, exterminar ya no es sólo matar —es despojar de humanidad, de duelo, de historia, de derecho a la memoria.

La estrategia israelí, legitimada discursivamente como defensa preventiva, actúa como un laboratorio de impunidad. Bajo el amparo de un relato construido para la escena internacional —tecnificado, anglófono, institucionalizado—, se ejecuta una pedagogía de la muerte selectiva, quirúrgica y televisada. Ya sabemos que este no es un conflicto convencional: Es la continuidad de una ocupación con nuevas formas, es la guerra como modo de producción de ciudadanía para unos y despojo absoluto para otros. En esta ecuación, la paz nunca fue una promesa, sino un pretexto. En ese sentido nos queda clarísimo que lo que está en curso no es una política de seguridad: Es la puesta en escena de un orden racializado del mundo, donde la vida del otro sólo importa en la medida en que confirma, por su eliminación, el poder de quien bombardea.

Frente a esta maquinaria, mirar hacia otro lado no es neutralidad: Es complicidad. En tiempos donde las imágenes de la destrucción se filtran en tiempo real, donde la sangre no se seca antes de viralizarse, hay una responsabilidad ética ineludible: Sostener la mirada. No basta con la compasión ni con la indignación de ocasión; lo que se requiere es una forma activa de atención política que no renuncie a nombrar lo que está ocurriendo: Un genocidio. Estamos viendo un genocidio en vivo. Cuando se asesinan civiles con la pretensión de borrar pueblos, cuando se destruyen hospitales, escuelas, hogares bajo el argumento de una amenaza futura, cuando se habla de “colaterales” con voz aséptica y rostro institucional, el lenguaje se vuelve cómplice. El deber, entonces, es resistir esa cooptación del sentido: Nombrar como crimen lo que el poder llama defensa.

En este contexto, abundan quienes, desde la comodidad de una supuesta sensatez, preguntan por qué mirar hacia Palestina si “acá también hay problemas”. Es una pregunta mal planteada que pretende anular una ética de la simultaneidad: Podemos —y debemos— mirar la violencia estructural en México, los feminicidios, las desapariciones, al mismo tiempo que denunciamos la “limpieza étnica” en Gaza o los bombardeos en Teherán. No es exclusividad, es responsabilidad compartida. Y quienes hoy defienden la estrategia israelí, quienes repiten los marcos discursivos del apartheid con la excusa del “derecho a existir” o del “combate al terrorismo”, deben ser nombrados como lo que son: Defensores del genocidio. No basta con decir que no sabían; lo saben, lo ven, y lo justifican. Y eso —también— los define.

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