A mis amigas y a mí nos atraviesa en la memoria una historia de violencia. Entre 2017 y 2018, nuestro país fue testigo de la transformación de los movimientos feministas en búsqueda de otras formas de justicia. Antes del #MeTooEscritoresMexicanos, que fue punta de lanza para el movimiento #MeToo en México, y que evidenció las distintas gradientes de violencia que se viven dentro del mundo de la escritura y la literatura, en Nuevo León las estudiantes universitarias hicieron públicas las agresiones que vivieron por parte de distintos profesores. Entre ellos, Felipe Montes.

En noviembre de 2017, el Tecnológico de Monterrey suspendió a Felipe Montes y, posteriormente, publicó protocolos de actuación ante casos de acoso y violencia de género dentro de la universidad. Montes había sido profesor de Literatura en esa institución desde 1986. Fueron cinco mujeres quienes hicieron públicas sus denuncias, en las que señalaron años de hostigamiento y acoso sexual. Varias de ellas relataron haber sufrido violencia sexual por parte de él cuando eran menores de edad, en un contexto marcado por la negligencia institucional y el encubrimiento.

En medio de la polémica, Montes asumió descaradamente el papel de víctima e inició un proceso para intentar acceder a los nombres de quienes lo habían señalado como agresor. Como las denuncias se hicieron a través de plataformas virtuales impulsadas por colectivas como Acoso en la U, Montes presentó una solicitud de acceso a la información ante el INAI para que la organización revelara los datos personales de las denunciantes. La acción fue respaldada por el Instituto, que solicitó formalmente a la colectiva la entrega de dicha información. El uso de la ley de transparencia para identificar y posiblemente amedrentar a quienes recurrieron al anonimato como única forma de protección evidencia una tergiversación de los mecanismos legales diseñados para garantizar derechos, y expone la falta de análisis del propio INAI sobre los riesgos que implica desproteger a las víctimas en contextos de violencia estructural.

Pero el intento de intimidación de Felipe Montes no se limitó a las colectivas como Acoso en la U. También emprendió una ofensiva legal contra quienes alzaron la voz públicamente para denunciarlo. Tal fue el caso de Ximena Peredo, periodista y escritora, quien publicó dos columnas en el periódico El Norte en las que abordó las denuncias por acoso sexual en su contra. Montes la acusó de calumnias y, en un acto de desmesura jurídica, exigió una indemnización por 20 millones de pesos por supuestos daños. Lo más despreciable no fue sólo la desproporcionalidad de la demanda, sino que recientemente en mayo de 2025 se dio a conocer de forma pública que un magistrado falló a su favor y sentenció a Ximena Peredo a pagarle las terapias, con el argumento de que “su honra quedó lastimada”.

Esta sentencia no sólo omite un análisis riguroso sobre la libertad de expresión y el interés público de la denuncia de la violencia sexual, sino que sienta un precedente profundamente peligroso. Se castiga la palabra crítica, a quienes se atreven a alzar la voz frente a la violencia, se penaliza el acompañamiento, y se envía un mensaje nítido: en México, denunciar públicamente a un agresor con poder puede tener consecuencias devastadoras. Así, el aparato judicial, en lugar de ser una vía para garantizar derechos, se convierte en instrumento de represalia.

Lo sucedido en este caso no es una excepción, sino parte de un patrón estructural: las instituciones del Estado, históricamente, nos han fallado a quienes hemos sido víctimas de violencia sexual. Por eso buscamos otras formas de justicia, otras formas de visibilización, otras formas de reparación. Porque el sistema legal, tal como está configurado, no sólo desprotege: revictimiza, castiga y silencia. El caso de Felipe Montes es una muestra descarnada de cómo el acceso a la justicia en México sigue siendo un privilegio de quienes tienen el poder de torcer sus reglas a su favor.

Angela Davis dijo en una conferencia en la Suprema Corte que la justicia es la posibilidad de que todas las personas puedan florecer. Pienso en esa definición cada vez que repaso esta historia que nos atraviesa a mí y a mis amigas, porque no queremos que nuestra memoria colectiva quede anclada únicamente en la violencia. Queremos que esta historia, que comenzó con el dolor, la rabia y el silencio, se transforme en una de resistencia, de ternura, de posibilidades. Queremos que el relato que nos une no sea solo el del daño, sino el del florecimiento. Porque eso también es justicia: construir un mundo en el que podamos vivir sin miedo, en el que alzar la voz no sea un riesgo, y en el que todas podamos existir plenamente, con dignidad, con alegría, y sin tener que volver a defender lo obvio.

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