En vísperas del 31 de octubre, me iba al gran mercado que se instala todavía en el centro de Tepa y que quedaba a unas cuadras de casa. Desde los seis años aprendí, porque así me lo enseñó mi madre, que no podían faltar en nuestro altar las “flores de Angelitos”, esas pequeñas flores amarillas y silvestres. Y confirmo, no podían faltar, porque nuestra ofrenda era dedicada a mis dos hermanitos que fallecieron cuando apenas eran recién nacidos.
De uno de ellos recuerdo poco, sólo lo que mis hermanos mayores me platicaron. Sin embargo, la muerte del segundo hermanito la mantengo en mi memoria. Un día de tantos, en los que mi papá llegó alcoholizado, discutió con mi mamá, lo que provocó que se le adelantara el parto. Apenas había llegado a los siete meses de gestación.
Aquel día la partera llegó con prisa para atender a mi mamá. Logró que el niño naciera con vida, pero sus indicaciones le advertían a mi hermana mayor que su estado de salud no era bueno. A petición de la partera, mi hermana y yo calentamos agua para vaciarla en botellas, las cuales colocamos alrededor del bebé para llevarle calor, —años después pensé que simulábamos una incubadora—. Aunque esa acción la repetimos varias veces, los esfuerzos fueron inútiles, porque el bebé no sobrevivió.
Ese fue mi primer acercamiento con la muerte. Fue mi primer sentimiento de ausencia, de pérdida, de duelo a mi corta edad.
De ahí comprendí que las flores amarillas eran esenciales para nuestro altar del Día de Muertos. Como también era esencial el pan de figuras color rosa, especial para los niños difuntos, para los angelitos.
No importaba que la mesa fuera pequeña. Con veladoras, frutos, como naranja y caña, así como los dulces de tejocote y calabaza, los niños eran recibidos.
Al otro día, esa misma mesa se ocupaba para los “difuntos grandes”. Eran y son bienvenidos con mole rojo; tamales; gorditas de maíz tierno y guayaba; sus bebidas preferidas; las tradicionales “pelucas”, panes artesanales del Valle del Mezquital y, no podía faltar, la flor del cempasúchil.
Conforme pasó el tiempo y fui teniendo ingresos gracias a mi trabajo, nuestro altar fue modificándose. Se sumaron las calaveras de azúcar, el papel picado y las alfombras de aserrín. Actualmente, tengo cartonería del maestro Linares y piezas hermosas del maestro Soteno de Metepec, entre las que destacan las catrinas danzantes y las calaveras.
Para mi familia sigue siendo una celebración preciada. Nos reunimos en el pueblo cada primero de noviembre para esperar a quienes se nos adelantaron: a mi madre y a mi padre, quienes nos heredaron la celebración.
Es una tradición que ha evolucionado a lo largo del tiempo en las familias de nuestro país. En cada región se celebra de manera distinta, con elementos característicos de cada lugar.
La celebración del Día de Muertos es una muestra del sincretismo cultural en esta región de América, que reúne elementos de la cosmogonía prehispánica y del catolicismo introducido por los europeos.
Es justo el florecimiento de los campos naranja de la “flor de los mil pétalos”, utilizada en las festividades, lo que llevó a los frailes evangelizadores a hacerlas coincidir con el Día de los Fieles Difuntos del calendario católico. De ahí su fuerte raíz indígena.
La partida de un ser querido duele, pero eso no impide que cada año se realicen bellas fiestas en su honor. Es la fiesta de la vida para quienes ya no están entre nosotros. Es acomodar a nuestros muertos, darles su lugar y espacio en nuestras propias vidas.
Comentario final
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