El choque entre Donald Trump y Elon Musk no es solo una disputa de poder, sino una síntesis del desorden ideológico de nuestro tiempo. Lo que comenzó como una alianza estratégica entre el capital disruptivo y el populismo reaccionario, ha derivado en una ruptura pública que deja heridas expuestas en ambos bandos. Musk, otrora el genio libertario al que Trump celebraba como ejemplo del sueño americano, hoy es vilipendiado por el expresidente como un "traidor" a los intereses nacionales. ¿Cómo se pasó del elogio a la amenaza de cortar contratos con SpaceX en cuestión de días?
Las consecuencias no se han hecho esperar. Musk ha perdido más de 26 mil millones de dólares en patrimonio neto en solo 24 horas. Las acciones de Tesla cayeron un 17% después de que el nuevo plan fiscal republicano eliminara beneficios clave para los autos eléctricos. En Wall Street ya hay analistas que comienzan a cuestionar si el “Muskismo” puede sostenerse sin los subsidios de la era Obama-Biden. Pero no todo se reduce al dinero. Este conflicto revela un fondo mucho más ideológico. Musk, pese a sus coqueteos con la derecha, representa una visión globalista, cosmopolita, tecnócrata. Cree en la inteligencia artificial, en Marte y en las criptomonedas. Trump representa todo lo contrario: el retorno del acero, el petróleo y el muro. El uno mira al futuro; el otro quiere congelar el pasado.
Sin embargo, Trump también pierde. Al atacar a uno de los pocos empresarios con capacidad real de innovación, aliena a sectores estratégicos del capitalismo estadounidense. El trumpismo, tan eficaz en captar el descontento de las clases trabajadoras, corre el riesgo de enemistarse con la élite productiva que necesita para sostener su retórica. ¿Puede un movimiento político sobrevivir sin al menos una narrativa de progreso? No se trata solo de votos, sino de visión. Castigar a Musk es castigar la idea de que Estados Unidos aún puede liderar el siglo XXI.
Ambos, Musk y Trump, están atrapados en sus propias contradicciones. Musk quiere un mundo libre, pero cada vez depende más de regulaciones y gobiernos. Trump dice querer libertad económica, pero propone leyes fiscales que castigan la innovación. Este conflicto no es anecdótico: es estructural. Marca el principio del fin de una alianza improbable, y tal vez el inicio de una nueva polarización, no entre izquierda y derecha, sino entre futuro y nostalgia.
Por si fuera poco, la ruptura ocurre en un momento delicado para ambas figuras. Musk está en el centro del mundo global no solo por sus empresas, sino por su rol como dueño de X, antes Twitter. Ha convertido la red social en una plaza caótica de discursos conspiranoicos, pero también en un canal de influencia geopolítica, como vimos con el caso de Starlink en Ucrania. Trump, por su parte, se enfrenta a procesos judiciales, tensiones internas en el Partido Republicano, y una campaña electoral donde el terreno no está tan asegurado como en 2016. Sus decisiones recientes apuntan a consolidar el voto duro, pero a costa de dinamitar puentes con sectores empresariales, tecnológicos y juveniles que alguna vez lo vieron como una alternativa al "establishment". ¿Acaso no es irónico que el mismo Trump que se vanagloriaba de hacer "grandes tratos" ahora dinamite uno de los pocos puentes con Silicon Valley?
La dimensión simbólica es igual de poderosa que la económica. La caída de Tesla en la bolsa arrastró temporalmente al Nasdaq, y varios fondos de pensiones estadounidenses —cuyos portafolios incluyen acciones tecnológicas— registraron pérdidas. En paralelo, la cancelación de incentivos verdes por parte de los republicanos es un retroceso estratégico en la competencia global con China, que lidera el mercado de autos eléctricos con empresas como BYD. Así, mientras Washington finge preocuparse por "el futuro de América", toma decisiones que favorecen al carbón y castigan la energía renovable. No hay visión industrial coherente: solo reacciones viscerales y ajustes de cuentas políticas.
Y aquí viene el verdadero problema: la hipocresía sistémica de la política estadounidense... Se promueve un discurso de libertad, emprendimiento y liderazgo global, pero se castiga a quienes se atreven a innovar fuera del guion ideológico. Se defiende el capitalismo, pero solo si es del tipo fósil y patriótico. Esta incoherencia no solo desorienta al electorado, sino que mina la confianza pública en las instituciones.
Por eso urge fomentar una ciudadanía crítica, con conciencia tecnológica y alfabetización digital. Porque sin ella, seguiremos cayendo en las trampas de narrativas cambiantes y guerras simbólicas disfrazadas de patriotismo. Tal vez llegó el momento de que dejemos de consumir propaganda como si fuera verdad absoluta, y empecemos a leer entre líneas quién gana y quién pierde cada vez que dos titanes se pelean en público.
Talya Iscan
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