En Nepal, septiembre de 2025 quedará marcado como un mes de sangre. Lo que comenzó como una movilización de jóvenes contra la censura digital y la corrupción terminó en una represión con saldo de al menos diecinueve muertos y cientos de heridos. Las imágenes de Katmandú —edificios oficiales incendiados, el Parlamento convertido en objetivo de la ira, un primer ministro obligado a dimitir— nos recuerdan que la violencia política nunca es un accidente aislado, sino la manifestación de un sistema incapaz de procesar demandas sociales de forma pacífica. La violencia, en este caso, no es solo consecuencia, sino catalizador de nuevas crisis.

En pleno siglo XXI, la pregunta sobre el papel de las instituciones internacionales frente a estallidos de violencia vuelve a ser central. Nepal, país enclavado entre India y China, no es un escenario periférico: es un Estado frágil en el corazón de Asia, cuya estabilidad importa para las rutas comerciales, los equilibrios de seguridad regional y las dinámicas de la diáspora. La violencia contra manifestantes desarmados genera, por tanto, no solo una crisis interna, sino también un dilema para organismos como Naciones Unidas. ¿Qué puede y qué debe hacer la ONU cuando un Estado miembro reprime con fuego letal a su propia población?

La historia reciente de Naciones Unidas en contextos de protesta violenta es ambivalente. En la Primavera Árabe (2010–2012), la ONU osciló entre la prudencia diplomática y la acción contundente. En Libia, el Consejo de Seguridad autorizó la Resolución 1973, que permitió la intervención internacional bajo el principio de “responsabilidad de proteger”. El resultado fue la caída de Muamar Gaddafi, pero también la prolongación de un conflicto civil que nunca se resolvió. En Siria, en contraste, el Consejo quedó paralizado por los vetos de Rusia y China, lo que derivó en más de una década de guerra y cientos de miles de muertos. En Egipto, Túnez y Bahréin, la ONU limitó sus respuestas a pronunciamientos, informes de derechos humanos y programas de asistencia.

Comparado con estos antecedentes, Nepal muestra una paradoja: aunque la cifra de víctimas es menor en términos absolutos, la represión genera un eco internacional inmediato porque está anclada en una narrativa conocida: jóvenes que piden dignidad, gobiernos que responden con fuerza desproporcionada, y un sistema internacional que observa con declaraciones sin alterar la correlación de poder real. Ya hay llamados de relatores especiales de la ONU a una investigación independiente, y la Alta Comisionada de Derechos Humanos seguramente abrirá un expediente. Pero la pregunta de fondo persiste: ¿sirve de algo que las instituciones internacionales hablen si no pueden garantizar justicia?

La violencia en Nepal, como en la Primavera Árabe, no debe medirse solo en muertos y heridos. El efecto multiplicador se traduce en miedo colectivo, deslegitimación de la autoridad y desconfianza en el Estado. En Túnez, el asesinato de manifestantes en 2011 no detuvo la movilización, sino que aceleró la caída de Ben Ali. En Egipto, cada joven muerto en la plaza Tahrir se convirtió en símbolo y mártir de una causa que trascendía fronteras. En Nepal, los diecinueve fallecidos ya forman parte de un relato generacional que difícilmente será olvidado. El intento de censura digital, lejos de ser un episodio técnico, se ha transformado en memoria política.

Las cifras ayudan a dimensionar la gravedad. Según datos del Banco Mundial, Nepal destina apenas 1.6% de su PIB a seguridad y justicia, mientras el desempleo juvenil roza el 30%. Son condiciones explosivas: un Estado débil, con pocos recursos para ofrecer alternativas, y una sociedad joven que no encuentra salida. Cuando la represión violenta sustituye al diálogo, el costo político y humano se multiplica. En la Primavera Árabe, las protestas dejaron más de 60 mil muertos en Libia, 250 mil en Siria en sus primeros cinco años y miles más en Yemen y Egipto. Las comparaciones muestran que la violencia no solo destruye vidas, también destruye Estados.

El sistema internacional no puede limitarse a observar. Nepal es un recordatorio de que las instituciones, si no logran intervenir con eficacia, pierden credibilidad. La ONU debería plantear misiones de observación, apoyo a la sociedad civil y exigencia de rendición de cuentas. Si no lo hace, corre el riesgo de repetir los errores de Siria, donde el silencio inicial facilitó la escalada. Y nuestra región, Latinoamérica, debería tomar nota: no esperar a que la violencia erosione tanto al sistema que solo quede la opción del estallido.

¿Hasta cuándo toleraremos la violencia como forma de gobierno? ¿Qué tan dispuestos están los Estados a aceptar que la represión ya no garantiza estabilidad, sino que la destruye? ¿Aprenderá la ONU de sus propias limitaciones en la Primavera Árabe, o volverá a fallar frente a Nepal? Y, sobre todo, ¿qué tan lejos estamos en Latinoamérica de que el hartazgo social, combinado con la violencia cotidiana, nos coloque en un escenario similar?

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