La decisión de la Asamblea General de Naciones Unidas de proclamar una tregua olímpica para los Juegos de Invierno de 2026 llega envuelta en una mezcla de nostalgia, simbolismo y paradoja. Recupera la vieja ekecheiria griega, ese pacto sagrado que suspendía hostilidades para permitir que atletas, familias y espectadores viajaran a Olimpia sin temor a asaltos o represalias. En la Grecia antigua, la tregua no era un gesto poético sino un mecanismo concreto de civilización: garantizaba movilidad, protegía la vida y afirmaba que incluso en un mundo dominado por rivalidades políticas, existían espacios donde la guerra debía ceder frente al ideal de una competencia pacífica. Esa tradición encarnaba una intuición poderosa: los pueblos necesitan momentos de suspensión simbólica para recordar la humanidad compartida que la violencia suele enterrar.
Cuando la ONU retomó oficialmente la tregua olímpica en 1993, lo hizo inspirándose en esa genealogía histórica. La lógica era simple pero ambiciosa: si la Grecia fracturada por polis rivales pudo acordar pausas rituales, quizá el sistema internacional contemporáneo, también marcado por divisiones profundas, podía encontrar en el deporte un lenguaje transversal. El deporte, con su universalidad emocional, se convirtió en una herramienta de diplomacia pública. Desde el “ping-pong diplomacy” que acercó a China y Estados Unidos en los años setenta hasta los esfuerzos por usar los Juegos como plataformas para el diálogo intercultural, la diplomacia deportiva ha demostrado que, aunque no resuelve conflictos estructurales, sí puede suavizar percepciones, abrir canales y generar gestos inesperados.
Pero esa historia luminosa contrasta con el presente sombrío de Naciones Unidas. La institución atraviesa uno de los periodos más críticos de su existencia. Su incapacidad para detener o siquiera contener tragedias en curso es evidente: la guerra civil en Sudán ha provocado millones de desplazados ante una ONU sin mecanismos coercitivos ni capacidad real de mediación; en Gaza, la Asamblea General ha pedido repetidamente un alto al fuego mientras el Consejo de Seguridad permanece paralizado por vetos, dejando a la población civil expuesta a una devastación sin precedentes; en Cisjordania, las advertencias sobre la expansión de asentamientos y la violencia de colonos se repiten año tras año sin efectos tangibles. Lo mismo ocurre en Myanmar, donde la junta militar continúa reprimiendo brutalmente a la población, y en Sudan, donde la agresión continúa sin perspectivas reales de negociación bajo el marco de la ONU.
Estos fracasos reiterados han erosionado la autoridad moral del organismo. Su arquitectura institucional, diseñada en 1945, parece desfasada ante un mundo donde las guerras híbridas, la inteligencia artificial militarizada, las rivalidades tecnológicas y los actores no estatales han redibujado las lógicas del conflicto. En este panorama, la aprobación unánime de una tregua olímpica aparece casi como un intento de la ONU por recordar su propia razón de ser. Cuando no puede detener guerras reales, al menos puede convocar símbolos.
Pero incluso los símbolos pueden ser arma de doble filo. La tregua olímpica, aunque construida para unir, puede politizarse con facilidad. Algunos gobiernos podrían usarla para proyectarse como defensores de la paz mientras continúan operaciones militares sin pausa. Otros podrían acusar públicamente a enemigos de violar la tregua, instrumentalizando la resolución para posicionarse moralmente en el escenario internacional. Incluso puede convertirse en una disputa sobre quién respeta el espíritu olímpico y quién lo traiciona, desplazando la conversación desde la cooperación hacia la competencia retórica.
Sin embargo, pese a estos riesgos, la tregua conserva una fuerza narrativa que no debe subestimarse. Su valor no radica en detener ofensivas militares —algo que no ha logrado desde su reactivación— sino en recordarnos que la humanidad aún intenta, aunque sea por instantes, suspender la lógica de la violencia. Es un gesto que funciona como espejo: nos muestra lo lejos que estamos de la paz, pero también lo necesario que es aspirar a ella. En medio de un sistema internacional que ha normalizado la impotencia, la tregua olímpica invita a pensar en un tiempo fuera, en la pausa como acto político.
Resulta significativo que este llamado llegue ahora, cuando la ONU sufre un desgaste profundo, cuando el multilateralismo se encuentra fracturado y cuando la confianza global en las instituciones está en mínimos históricos. La tregua es, en cierto sentido, un acto de supervivencia institucional. Permite al organismo recuperar visibilidad sin enfrentar directamente las tensiones que lo paralizan. Pero también es un acto de resistencia simbólica: una afirmación de que, aunque las herramientas materiales de la ONU sean débiles, aún existe un imaginario de paz capaz de movilizar a la comunidad internacional.
La clave está en evitar que el gesto quede vacío. Para que la tregua olímpica tenga alguna relevancia más allá de la retórica, debe ir acompañada de esfuerzos diplomáticos discretos, pausas humanitarias, diálogos vinculados al calendario olímpico o acciones complementarias que la vuelvan mínimamente operativa. No se trata de esperar que las guerras se detengan por los Juegos —nadie cree eso—, sino de aprovechar el símbolo como palanca para contactos, intervenciones de la sociedad civil o ventanas de diálogo que, en otros momentos, serían imposibles.
En último término, la tregua olímpica es un recordatorio de algo fundamental: incluso cuando las instituciones están debilitadas y el mundo parece entregado a la confrontación, la diplomacia simbólica sigue siendo un espacio de posibilidad. Quizá no transforme la realidad inmediata, pero mantiene viva la idea de que la paz , aunque frágil, improbable y temporal, sigue siendo un horizonte al que vale la pena volver.

