El 13 de junio, Israel lanzó una ofensiva masiva sobre Irán que transformó décadas de tensiones encubiertas en una confrontación militar abierta. Lo que comenzó como una guerra de sombras —con sabotajes, asesinatos de científicos y ciberataques— hoy ha mutado en una batalla abierta de misiles, drones, guerra aérea y terror directo sobre civiles. El bombardeo israelí, ejecutado bajo la llamada Operación Rising Lion, destruyó más de 15 mil centrifugadoras en instalaciones nucleares iraníes, mató a decenas de funcionarios y científicos, y alcanzó incluso la sede de la televisión estatal iraní. Irán respondió con más de 370 misiles balísticos y drones en los primeros días, apuntando a ciudades israelíes como Tel Aviv, Haifa y Beersheba.

Este conflicto ya no puede entenderse como un "ajuste de cuentas" bilateral. Estamos ante el primer conflicto interestatal completamente televisado, tecnificado, mediáticamente coreografiado. Y, sobre todo, políticamente diseñado. Porque no se trata solo de armas ni de disuasión: se trata del orden internacional, de petróleo, de hegemonía regional y de control ideológico. Y ahí, la responsabilidad de Israel —y en particular del gobierno de Benjamín Netanyahu— no solo es directa, sino que debe ser denunciada con claridad.

Desde que estalló el conflicto, el precio del petróleo Brent se disparó más de un 10%, acercándose a los $90 dólares por barril. La razón no es solo el temor a un conflicto mayor, sino la realidad de un Medio Oriente paralizado: el Estrecho de Ormuz, por donde transita el 30% del crudo mundial, está militarizado; el espacio aéreo de Irán, Irak, Jordania, Siria e Israel se encuentra parcial o totalmente cerrado, afectando no solo vuelos, sino rutas de abastecimiento. Israel sabía que un ataque de esta magnitud provocaría una respuesta iraní. Sabía que eso encarecería el crudo. Y lo hizo igual. ¿Por qué? Porque un conflicto prolongado le permite sostener una retórica de “defensa existencial” mientras neutraliza cualquier presión internacional por sus crímenes en Gaza o Cisjordania. Es una operación de distracción geopolítica, revestida de superioridad militar.

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha sido el principal arquitecto de esta escalada. Aislado en su propio país por la crisis política y social —recordemos las masivas protestas contra la reforma judicial—, y enfrentando críticas internacionales por la masacre en Gaza (más de 55 mil muertos en 9 meses), ha optado por una estrategia clásica del líder en crisis: exportar el conflicto, multiplicar los enemigos, encender el fuego externo para apagar el interno. Este conflicto con Irán no busca paz ni seguridad, sino supervivencia política. En esa lógica, cada misil iraní es utilizado para justificar nuevas violencias internas y desviar el foco del genocidio palestino.

México no está geográficamente cerca, pero sí es vulnerable en términos económicos, energéticos y simbólicos. La subida del petróleo implica incrementos en gasolina, transporte, electricidad y alimentos. Un conflicto prolongado podría llevar el crudo por encima de $100 USD/barril. Además, la militarización del discurso en medios y redes permea a nivel global, alimentando visiones maniqueas, islamofobia, y legitimando la violencia “preventiva” como doctrina política.

La ONU ha sido irrelevante. Estados Unidos respalda activamente a Israel, mientras Europa mantiene un silencio cómplice. ¿Dónde queda entonces la voz del Sur Global? ¿Dónde queda América Latina, África, el mundo islámico no radicalizado? Es hora de romper el monopolio del relato. No se puede seguir justificando la violencia israelí con el mantra de la "autodefensa". Israel bombardeó infraestructuras civiles, científicas y comunicativas. Israel inició esta guerra en estos momentos cruciales…

Nada sugiere que esto vaya a terminar pronto. Si los ataques continúan, es muy probable que el conflicto se expanda hacia otros frentes —Líbano, Siria, Yemen— y que Hezbolá o las milicias iraquíes entren con mayor fuerza. Estados Unidos ya participa con defensa aérea, y si una base es alcanzada, podría intensificarse la intervención directa. Mientras tanto, el costo global se sentirá en los bolsillos, en las gasolineras, en las rutas de abastecimiento, y en el miedo que esta guerra impone al mundo entero. Lo más peligroso no es solo el fuego, sino la normalización de su uso.

El conflicto Israel–Irán no es una fatalidad inevitable, sino el resultado de decisiones políticas conscientes, deseadas y planificadas. Denunciarlo no es apoyar a Irán. Es decir la verdad: Netanyahu ha convertido la guerra en estrategia electoral, la propaganda en política exterior, y el terror como justificación de todo. La comunidad internacional no puede seguir aceptando esta lógica. Porque cuando normalizamos una guerra como esta, lo que viene después es el silencio de las víctimas…

Analista internacional

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