Diputados de Morena aseguraron que la reforma a la Ley de Amparo permitirá que el Estado recupere más de 100 mil millones de pesos que, según ellos, empresarios poderosos se han negado a pagar al fisco. Lo dijeron para justificar un cambio legal que reduce la posibilidad de que los ciudadanos puedan suspender actos de autoridad mediante el amparo. En los hechos, el oficialismo acaba de ponerle precio a la protección de los ciudadanos frente al poder. Ha dicho, sin pudor, que vale 100 mil millones. Pero lo que está en juego no es dinero: es el principio mismo de la justicia.
El argumento del gobierno es que el amparo se usa para prolongar juicios y eludir obligaciones fiscales. Pero si de verdad esa es la preocupación, la solución no está en debilitar los derechos de todos, sino en fortalecer la capacidad jurídica del Estado, mejorar la calidad de sus abogados y ganar los casos con razón, no con poder.
En lugar de litigar mejor, Morena ha preferido cambiar las reglas. La reforma aprobada en San Lázaro y ya validada en el Senado restringe el margen de los jueces para suspender actos del gobierno. Si una autoridad invade un derecho, un territorio o una propiedad, los afectados tendrán ahora menos instrumentos para defenderse.
El amparo es la mayor aportación mexicana al constitucionalismo universal. Nació para que ningún gobernante pudiera imponer su voluntad por encima de la ley.
No fue creado para proteger privilegios, sino para impedir abusos. Es el muro que separa al ciudadano del poder, el escudo que permite exigir cuentas y evitar arbitrariedades. Cuando se debilita el amparo, no se castiga a los poderosos, se desarma a todos. Sin ese recurso eficaz, los abusos no se corrigen, los errores no se revisan y el poder se vuelve absoluto.
La cifra de los 100 mil millones es apenas una coartada. El Tren Maya ya cuesta más de 515 mil millones de pesos; la refinería de Dos Bocas rebasa los 21 mil millones de dólares, equivalentes a unos 370 mil millones de pesos; los apoyos a Pemex superarán este año los 270 mil millones; y el servicio de la deuda pública, solo en intereses, asciende a un billón 150 mil millones de pesos. En comparación, los supuestos 100 mil millones que pretende recuperar la reforma equivalen a una gota en un océano de gasto.
No se trata de dinero, sino de poder. La reforma es un paso más en la ruta del autoritarismo que se disfraza de justicia popular.
Para Morena, la República no es una comunidad de leyes y derechos: es un botín. Si la ley estorba, se cambia; si el juez incomoda, se debilita; si el ciudadano reclama, se le acusa de obstaculizar la transformación.
El gobierno sostiene que busca acercar la justicia al pueblo, igual que dice que sus programas sociales ponen el dinero en manos de la gente. Pero ambas promesas responden a la misma lógica: crear la ilusión de atención mientras se destruye la capacidad de exigir. La política social se convierte en dependencia; la justicia, en espectáculo. El poder reparte y castiga, premia y amenaza, administra la necesidad y monopoliza la verdad.
El verdadero costo de esta reforma no es fiscal, sino histórico: cuando el espejismo del bienestar se desvanezca y la crisis alcance la mesa de las familias, los mexicanos descubrirán que ya no tienen amparo ni instituciones que los defiendan. Entonces entenderemos que esos 100 mil millones eran solo una cifra contable. Lo que realmente se pagó fue el precio del Estado de Derecho.