El nuevo rostro del autoritarismo en México no marcha con botas ni disuelve Congresos; lo hace con sellos digitales, créditos fiscales y una maquinaria recaudatoria que ha convertido la relación entre el Estado y el ciudadano en un campo de sospecha permanente. El poder tributario, que debería ser instrumento de justicia distributiva, se ha vuelto un mecanismo para exprimir los bolsillos de los contibuyentes.
Hoy el fisco se convierte en una herramienta que puede rasgar el tejido democrático, pues puede sancionar antes de juzgar, cobrar antes de oír, y vigilar sin rendir cuentas. Esa verticalidad, propia de los Estados patrimonialistas descritos por Max Weber, sustituye la idea de contrato social por la de sometimiento fiscal. Lo que debería ser cooperación voluntaria entre contribuyente y Estado se convierte en un acto de obediencia forzada, donde la presunción de buena fe desaparece del sistema tributario.
El nuevo artículo 49 Bis del Código Fiscal de la Federación autoriza al SAT a cancelar sellos digitales en apenas 24 días hábiles, paralizando empresas antes de que puedan defenderse. A esto se suma el endurecimiento de la “garantía del interés fiscal”, que obliga a cualquier contribuyente que impugne un crédito o resolución del SAT a garantizar —mediante depósito, fianza o embargo de bienes— el monto total que la autoridad pretende cobrar, aun antes de que un tribunal decida si el cobro es legal. Es Págame primero y defiéndete después.
Detrás del discurso de “justicia tributaria” hay un diseño de poder: recaudar más sin rendir cuentas, fiscalizar sin contrapesos y administrar la escasez con criterio partidista.
El modelo no es nuevo. En su ensayo sobre la “democracia fiscal”, Joseph Schumpeter sostenía que todo Estado revela su naturaleza en su sistema tributario: las monarquías viven de rentas, las democracias de la confianza, los regímenes autoritarios de la coerción. En ese espejo, México empieza a parecerse a lo último. El SAT ha dejado de ser una autoridad técnica para convertirse en un brazo político con facultades extrajudiciales, capaz de suspender operaciones empresariales, bloquear cuentas y vigilar plataformas digitales sin orden judicial previa.
El gobierno insiste en presumir una recaudación récord. ¿A costa de qué? A costa de la asfixia regulatoria, del miedo a la sanción y de una burocracia que, en lugar de promover la productividad, castiga el emprendimiento.
No es exagerado decir que estamos frente a un autoritarismo fiscal. Como toda forma de poder concentrado, comienza con la vigilancia económica y termina con la anulación del ciudadano. El régimen actual no necesita censurar la palabra: le basta con congelar la cuenta. No necesita encarcelar al disidente: basta con impedirle facturar. No necesita proscribir al adversario: basta con declararlo “no localizado”.
La democracia moderna se funda en la confianza mutua entre quien paga y quien gobierna. Cuando esa confianza se sustituye por coerción, el contrato social se degrada en contrato de adhesión. Y cuando el Estado confunde el cobro con la justicia, la hacienda pública se vuelve hacienda política.
En el fondo, el autoritarismo fiscal no es un problema de impuestos, sino de libertad. Y en ese sentido, resistirlo no es evasión, sino defensa cívica. Como escribió Alexis de Tocqueville, “el despotismo puede presentarse con rostro administrativo”. Hoy, ese rostro tiene logotipo, RFC y código QR.
Senador de la República por Yucatán

