Desde hace varias semanas se libra una guerra sin cuartel por dotar de significado la marcha organizada bajo la marca “Generación Z”. Del lado del gobierno, el aparato intenta etiquetarla como una manifestación de ultraderecha, financiada por los sospechosos comunes, para así desacreditar sus demandas legítimas. Del otro lado, los enemigos del régimen —más allá de quines sí buscan capitalizarla— pretenden dotarla de dirección política y sentido histórico, adjudicándose la vocería del malestar. Esa disputa, más que aclarar el fenómeno, está dejando un vacío de liderazgo que nadie se atreve a llenar.

Ni fue una marcha de jóvenes, ni fue una marcha de ricos. Tampoco es verdad que Ricardo Salinas o Felipe Calderón estén detrás del movimiento. Quien sí está detrás, o mejor dicho, lo que sí está detrás de la marcha, es un sentimiento generalizado de decepción y desesperación frente a la inseguridad, la impunidad y la acelerada descomposición moral de la promesa obradorista de la “honestidad valiente”. El movimiento que alguna vez se presentó como una revolución ética hoy exhibe una pérdida de brújula moral: la incapacidad de romper con su propia impunidad interna. Esa fractura cala hondo, incluso por dentro, entre quienes creyeron y lucharon junto a López Obrador y Claudia Sheinbaum.

La otrora tranquilizante consigna “Abrazos, no balazos”, que en 2012 sorprendió y en 2018 generó esperanza, hoy genera miedo. El miedo de un país que ya no se siente abrazado, sino desarmado frente al crimen organizado.

A pesar de ello, tampoco es cierto que la marcha represente el “fracaso total de la 4T” ni una nueva esperanza revolucionaria. Quienes marcharon no piden restaurar el pasado, ni desmantelar los avances sociales de la Cuarta Transformación.

Lo que exigen es algo más simple y más profundo: que el gobierno haga su trabajo y resuelva el problema. Y ese es un reclamo directo a otro de los principios obradoristas: 90 % honestidad y 10 % capacidad. Es un falso dilema; hoy la gente quiere 100 % honestidad y 100 % capacidad.

Claudia Sheinbaum, “la científica”, siempre ha marcado esta diferencia con AMLO. En la pandemia tomó decisiones basadas en evidencia contra las leales improvisaciones de Gattel, a pesar de la instrucción contraria del expresidente. Desde la transición mostró respeto por la técnica con un gabinete que equilibra lo político con lo técnico y lo profesional, pero esa apuesta aún no se nota porque arrastra una pesada herencia, especialmente en los estados y municipios donde las marchas sí fincan responsabilidad directa en las autoridades locales, incluso en la CDMX, donde hay una Clara diferencia desde que se fue Claudia. El caso más emblemático es Uruapan, Michoacán: un territorio donde la gente marchó porque ya no distingue al Estado del crimen. La marcha no se escuchó como un solo grito nacional, sino como la suma de todos los miedos y decepciones locales.

De las cuatro patas de la mesa obradorista, tres están por caer: Honestidad Valiente, abrazos no balazos y 90 % lealtad. Claudia sostiene la mesa con dos patas: la primera, la más fuerte, la histórica, la que aún aglutina dentro y fuera del movimiento: “Primero los pobres”; y la segunda, la de género: la presidenta con A mayúscula, encarnada en la frase “Si llega una, llegamos todas”. Esa quinta pata —la de las mujeres— no es solo imagen: es política pública transversal, y quizá lo más sólido y apreciado de su administración. Pero una mesa no se sostiene con dos patas, por más firmes que sean.

Hoy, el país vive tres vacíos. El primero, el vacío moral, ese que dejó la “honestidad valiente” cuando se convirtió en consigna sin consecuencia. Ni el régimen ni la oposición pueden llenarlo: unos lo traicionaron, los otros lo niegan. Los muchos que sí encarnan la ética del servicio público cargan con la pesada maleta de sus compañeros de viaje: morenistas, priistas, panistas y emecistas.

El segundo, el vacío de capacidad, ese que la oposición sí está llenando. El top 10 de gobernadores y alcaldes mejor evaluados pertenece al PAN, PRI y MC. Pero sus aciertos locales no se han traducido en un relato nacional. Tienen gestión, pero no narrativa. Las dirigencias nacionales de oposición están secuestradas por el centro y sus problemas, y están demasiado lejos del territorio, de las secciones electorales, de los barrios y las colonias. Así no se hace política.

Y el tercero, el vacío de ideas, el más peligroso de todos. No hay discurso alternativo que sustituya a los “abrazos, no balazos”. Y tampoco lo hay en la oposición: nadie está pensando una nueva ecuación entre seguridad, justicia y comunidad. Porque no es cierto que México pida volver a la guerra contra el narco, ni mucho menos una intervención extranjera. Lo que el país exige es que el Estado recupere su lugar: no como verdugo, sino como garante de orden y esperanza. Y eso solo se logra de abajo hacia arriba.

Hoy la oposición se está reorganizando y quizá aún no tiene la capacidad de llenar estos vacíos a nivel nacional, pero comienza a hacerlo, sobre todo en aquellos estados y municipios donde gobierna con honestidad y resultados. La oposición necesita una sóla cosa: tiempo. Solito alguno o alguna comenzará a destacar y a llenar esos vacíos y poco a poco se reorganizará en torno a dicha figura y al igual que Fox o AMLO romperán con el nuevo estatus quo en una o dos elecciones más.

El problema que tiene la Presidenta es distinto: ella tiene que romper con los pactos de impunidad heredados del obradorismo. Si lo hace, el país bajo su mando podrá recuperar el rumbo hacia la prosperidad compartida, Lo puede hacer porque ella sí es honesta, ella sí es capaz y ella sí tiene una idea distinta sobre el combate a la delincuencia. Si no lo hace, su administración pasará a la historia como una anécdota feminista, como desgraciadamente le pasó a Dilma Rousseff.

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