Gabriela Pimentel Linares
Soy una mujer millennial. Pertenecer a esta generación significa haber crecido en medio de profundas transformaciones tecnológicas, culturales y políticas. Hemos sido testigos y protagonistas de cambios vertiginosos: desde las primeras computadoras enormes hasta poder llevar la tecnología en nuestros bolsillos, de las enciclopedias que se vendían de puerta en puerta hasta el ascenso de la inteligencia artificial.
Pero quizá uno de los cambios que más llama mi atención ha sido el que ha ocurrido en torno a la educación. Crecí con la certeza transmitida por mis padres y abuelos de que estudiar era el camino para “ser alguien en la vida”. Ir a la universidad no era solo una meta académica, era un motivo de orgullo familiar, una celebración casi ritual si algún familiar lograba ser ingeniero, licenciado o doctor.
Veinticinco años después, como docente, la narrativa ya no es tan clara. Entre mis estudiantes existe la duda, la incertidumbre y, en no pocos casos, el desencanto. “¿Para qué estudiar si una carrera ya no garantiza nada?”, preguntan con frecuencia. “Ya hay demasiados abogados, psicólogos, administradores”. ¿Cómo fue que pasamos del sueño de estudiar una carrera a la sospecha de que la universidad ha perdido su promesa?
A pesar del desencanto que muchos jóvenes manifiestan hoy en día, los datos y los consensos internacionales siguen respaldando que la educación es uno de los factores más determinantes para el bienestar económico y social de las personas. Además de su valor formativo, la educación ha sido vista históricamente como una vía para la movilidad social, una herramienta para superar condiciones de origen inequitativas y ampliar las oportunidades laborales. ¿Sigue siendo esto cierto? Sí. Diversos estudios coinciden en que quienes alcanzan niveles educativos más altos tienden a tener mejores ingresos, mayor estabilidad laboral y mejores condiciones de vida.
Diversos estudios han mostrado que, en México, cada año adicional de escolaridad puede traducirse en un aumento del ingreso de entre 7.6% y hasta un 9% (Martínez y Salgado, 2023; Morales, 2011; Villarreal, 2018). Y cuando hablamos de los más altos niveles educativos como maestría y doctorado, los aumentos salariales ascienden estratosféricamente: 312.5% y 453.7%, respectivamente, en comparación con quienes no tienen este tipo de estudios (Martínez y Salgado, 2023; Austria y Venegas, 2011; Caamal, 2017).
Estudiar más sigue siendo, en términos económicos, una de las decisiones más rentables a largo plazo, aunque varía según las condiciones de estrato social. Sin embargo, esta realidad estadística contrasta cada vez más con lo que muchos jóvenes experimentan: salarios bajos, empleos precarios y mercados laborales que no siempre valoran los títulos universitarios como antes. ¿Cómo se explica entonces que, aún con cifras que confirman los beneficios de la educación formal, cada vez más personas cuestionen si vale o no la pena estudiar una carrera?
Lo que pasa es que los rendimientos de la educación están determinados por el contexto social y económico. En México, la desigualdad atraviesa todos los espacios de la vida de las personas, la inequidad en el acceso y en la calidad de la educación refuerza la desigualdad de oportunidades que los egresados tienen cuando se tratan de insertar en los mercados laborales. No es lo mismo estudiar en una universidad pública que en una privada; no es lo mismo estudiar en una zona urbana que en una zona rural; no es lo mismo estudiar si se es pobre que si no. La informalidad también juega un papel importante en cómo se perciben los rendimientos de la educación. En México, donde cerca de 32.5 millones de personas laboran en condiciones informales, la relación positiva entre los años de escolaridad y los ingresos no siempre se mantiene. Aunque en el sector informal haya quienes tengan niveles de escolaridad altos y utilicen los conocimientos adquiridos en las universidades, es cierto que la informalidad implica vulnerabilidad, falta de garantía de seguridad social básica y laboral, lo que distorsiona la promesa de que más educación siempre se traduce en mejores condiciones de vida. El aumento de la oferta laboral cualificada, así como la saturación y precariedad de muchos mercados de trabajo profundizan también este rompimiento.
Así pues, aunque no miento al motivar a mis alumnos diciéndoles que la educación superior sigue siendo una vía para obtener mayores ingresos y tener mejores empleos, tampoco podemos ignorar que la promesa de la educación no se cumple por igual para todos y que hay muchos factores de inequidad que hay que considerar. Y ahí es donde tenemos una tarea pendiente, desde la política y desde la academia, debemos trabajar para cerrar las brechas que impiden que esa relación positiva entre estudiar más y vivir mejor sea una realidad tangible para todas y todos.
Profesora investigadora – Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco