La discusión sobre una Ley General de Cultura de Paz y Legalidad exige un análisis más profundo que el habitual. Los datos del Índice de Paz México 2025 muestran un panorama complejo: aunque en 2024 la paz nacional mejoró 0.7%, el país continúa 13.4% menos pacífico que en 2015. Los delitos cometidos con armas de fuego aumentaron 71.2% en la última década; la violencia familiar creció 102% y la violencia sexual 137%. La tasa de homicidios, por su parte, permanece 54.7% por encima de los niveles de hace diez años.
Estas cifras no reflejan episodios aislados, sino un deterioro estructural. A ello se suma un dato que debería preocupar a cualquier responsable público: el impacto económico de la violencia asciende a 4.5 billones de pesos, equivalentes al 18% del PIB, monto superior al gasto federal conjunto en educación y salud. Ante tal magnitud, es claro que la respuesta centrada exclusivamente en seguridad pública resulta insuficiente. La pregunta relevante es si el Estado puede enfrentar un fenómeno de este tamaño sin una arquitectura jurídica nacional orientada a la construcción de paz.
En ese contexto, el pasado 20 de noviembre , se realizó el Foro “Construcción participativa de ecosistemas de paz e innovación social ciudadana: un reto del Estado mexicano en el siglo XXI” convocado por la Comisión de Puntos Constitucionales de la LXVI Legislatura e impulsado por la diputada Olga Sánchez Cordero. En éste encuetro académicos, especialistas, operadores del sistema de justicia y organizaciones de la sociedad civil coincidieron en que la violencia mexicana tiene raíces institucionales profundas: desigualdad de capacidades estatales, fragmentación de esfuerzos, ausencia de estándares mínimos y falta de continuidad en las políticas públicas. El Foro dejó claro que, sin coordinación, evaluación y obligaciones compartidas, la pacificación seguirá siendo un proyecto vulnerable a los cambios políticos.
La experiencia de Jalisco sirve como ejemplo. Su legislación local en construcción de paz ha permitido desarrollar mediación comunitaria, programas territoriales y mecanismos de articulación social. No obstante, el estado enfrenta una realidad crítica: concentra un tercio de los cuerpos exhumados en fosas clandestinas del país. Esto demuestra que los avances locales, por valiosos que sean, resultan insuficientes sin un marco general que establezca principios, competencias y lineamientos obligatorios.
Una Ley General de Cultura de Paz y Legalidad permitiría atender estas deficiencias. Su objeto no sería sustituir la estrategia de seguridad, sino complementarla mediante acciones preventivas y comunitarias: creación de un Sistema Nacional de Cultura de Paz; lineamientos para estados y municipios; centros de mediación y justicia restaurativa; incorporación educativa de contenidos de paz; indicadores homologados; y presupuestos etiquetados que den continuidad a los esfuerzos. Su carácter general aseguraría homogeneidad, coordinación vertical y permanencia institucional.
No se trata de una ley retórica, sino de un instrumento de reorganización estatal. La evidencia del IPM 2025, las conclusiones del Foro parlamentario y los esfuerzos locales confirman que la violencia en México no disminuirá únicamente mediante la contención. Se requiere fortalecer las condiciones que permiten que la paz sea sostenible: buena gobernanza, legalidad, cohesión social y participación ciudadana.
Convertir la construcción de paz en un mandato jurídico nacional no resolverá de inmediato el problema, pero sí modificará su estructura de fondo. En un país donde la violencia se ha vuelto persistente y expansiva, esa transformación ya no es optativa: es impostergable.

