Por Emilio Pradilla Cobos

El campesino mexicano ha sufrido durante siglos la carencia de tierra para cultivar, ingresos insuficientes para comprar insumos y alimentos esenciales, jornales menores que los pagados a los trabajadores urbanos, pobreza extrema, penuria de vivienda y servicios básicos, mala y poca educación y salud, grandes distancias para acceder a ellas, opresión de los funcionarios y sus mismos dirigentes, y las peores condiciones culturales posibles. Por eso se levantaron en armas contra el porfiriato y los terratenientes a inicios de siglo XX en la Revolución Mexicana.

Luego del triunfo de la Revolución, los campesinos se beneficiaron un tiempo de la Reforma Agraria que conquistaron -no la que querían- y de su aplicación por los primeros mandatarios del “nuevo régimen”, sobre todo por Lázaro Cárdenas del Río. Pero los partidos que sucesivamente la institucionalizaron y corporativizaron -Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana, Partido Revolucionario Institucional- se burocratizaron y orientaron hacia el desarrollo capitalista desde los años cincuenta del siglo XX; y la aplicación a cuentagotas de la distribución de tierras, la limitada extensión de tierra que podían lograr en el reparto y la fragmentación por la herencia lo volvieron a reducir al minifundio.

Pero la cuestión agraria no había sido resuelta para el desarrollo del capitalismo; solo parcialmente para el campesinado. Luego, la burguesía mexicana y sus gobiernos realizaron su tardía, incompleta, tecnológicamente dependiente, contradictoria, trasnacionalizada, endeudada y territorialmente desigual industrialización, la que se estancó en los setenta. Desde los sesenta, la producción agraria campesina entró en su duradera crisis y el país recurrió a la creciente importación de materias primas y alimentos de las potencias capitalistas vecinas, gastando en ello una parte de las escazas divisas disponibles. Muchos campesinos ejidatarios y comuneros arruinados partieron hacia las ciudades, pero otros tantos se quedaron en el campo.

Salinas de Gortari en las noventa, en el marco de la aplicación del neoliberalismo, realizó la contrarreforma agraria y la reducción de los apoyos al campo -que siguen aún vigentes-, privatizando el ejido y permitiendo su compra por las empresas y los empresarios. Los campesinos que no vendieron su tierra a los empresarios agrarios o los inmobiliarios urbanos para construir macro unidades de micro viviendas de “interés social”, continuaron viviendo en su pobreza ancestral. Hoy, 115 años después de que tomaran las armas, estos campesinos están en la pobreza más extrema, sin recibir ningún apoyo sustantivo de los gobiernos “progresistas”. En el T-MEC, actualmente en renegociación -no en revisión como quieren los gobernantes mexicanos, pero no Trump y los estadounidenses- nuestro gobierno, sometido en todos los aspectos a los intereses ajenos, defiende fundamentalmente los negocios de los grandes exportadores e importadores agrarios que controlan la gran mayoría del comercio con Estados Unidos. Mientras tanto, los campesinos mexicanos viven en las mismas pobres condiciones de siempre.

Hay políticos e investigadores que asumen la mala caracterización de la Organización de Naciones Unidas -ONU- que sostiene que la población que vive en núcleos de 1.500 habitantes es urbana, lo que no corresponde a la realidad pues sus habitantes son rurales, pero que lleva a la conclusión de que hay que ocuparnos solo de los “urbanos”, por lo que abandonan a la suerte a esa quinta parte de nuestra población que vive miserablemente en el campo. Espantosa conclusión que abandona a su mala suerte a los ejidatarios y comuneros.

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