Laura Carrera

Ningún ser humano debería tener que servir a la ciudadanía desde el dolor emocional no atendido.

El primero de noviembre pasado, México se volvió a estremecer por dos tragedias que, aunque distintas, revelan una misma herida: la de quienes sirven a la comunidad sin recibir la atención emocional que su trabajo exige. Ese día fue asesinado el presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, un hombre que se atrevió a enfrentar al crimen organizado y a pedir públicamente ayuda al gobierno federal para proteger a su comunidad y también a sus policías. No se la dieron. Lo dejaron solo. Su muerte no solo representa un acto de violencia política, sino también el abandono estructural en el que viven muchos servidores públicos que, como él, enfrentan diariamente amenazas, miedo y desconfianza institucional.

Y el mismo día, en Hermosillo, Sonora, un incendio arrasó con una tienda Waldos, dejando 23 muertos, entre ellos niñas, niños y trabajadores. Los primeros en llegar fueron bomberos y policías que, una vez más, tuvieron que contener el caos, rescatar cuerpos, auxiliar a heridos y soportar el peso del horror. Hombres y mujeres que vieron cosas que ningún ser humano debería ver y que, sin embargo, seguirán en servicio al día siguiente, como si nada hubiera pasado.

¿Qué hacen los policías después de un asesinato como el de Uruapan? ¿Qué hacen los bomberos y policías después de lo que vivieron en el incendio de Hermosillo? Seguramente, técnicamente están preparados. Pero ¿emocionalmente? ¿Se van a su casa y se duermen muy tranquilos? ¿En qué momentos les baja la adrenalina y dónde se les aloja el enojo, o el miedo, o la angustia, o la tristeza? ¿Beben alcohol, comen sin control, lloran a escondidas o simplemente siguen al día siguiente, fingiendo que nada pasó?

Así, en silencio, con el cuerpo en servicio, pero la mente en desorden, siguen sirviendo a una ciudadanía que poco entiende el precio emocional que pagan. Porque detrás de cada tragedia pública hay una tragedia invisible: la del desgaste emocional acumulado en quienes deben mantener la calma mientras todo se derrumba. Y aunque después se anuncien sesiones psicológicas grupales o individuales para atender el trauma, eso no es suficiente. Porque la psicología, en ese momento, actúa como un refugio de emergencia: llegar después del colapso, cuando el daño ya está hecho.

La prevención emocional, en cambio, llega antes. Fortalece la mente, enseña a reconocer el miedo, a contener la ira, a transformar la tristeza, la angustia y la ansiedad. Dota de recursos internos para no desbordarse, para mantener la claridad en medio del caos, para seguir sirviendo con humanidad y no con reactividad. Esa es la diferencia entre un acompañamiento terapéutico y un entrenamiento emocional. Lo primero alivia. Lo segundo transforma.

En la práctica, esto significa algo muy concreto: enseñar a policías y bomberos a respirar antes de reaccionar, a identificar la emoción del otro antes de escalar un conflicto, a regular su propio cuerpo cuando el miedo o la rabia amenazan con tomar el control. Un policía que puede reconocer sus emociones tiene más poder que uno que solo porta un arma. Un bombero que entiende sus emociones en medio del fuego se concentra mejor, cuida su vida y la de los demás.

El entrenamiento emocional no es debilidad. Es estrategia. La educación emocional no sustituye la técnica: la completa, la sostiene, la humaniza. La claridad emocional –esa capacidad de pensar con serenidad mientras todo arde alrededor– no se improvisa, se entrena. Igual que el cuerpo necesita preparación física, la mente requiere entrenamiento emocional para mantener su equilibrio bajo presión.

El problema es que en México seguimos confundiendo la fortaleza con la negación. Les exigimos a los cuerpos de seguridad que “aguanten”, que “no se doblen”, que “no se involucren”.  Les pedimos humanidad, pero los tratamos como si no la tuvieran. En muchas corporaciones hay uno o dos psicólogos para cientos o miles de elementos. Los mandos lo reconocen: pocos se atreven a acudir a ellos. Quien pide ayuda es visto como débil, como inestable, como “blando”. La salud mental se vuelve un tabú y la emoción, una vergüenza.

Así, los policías reprimen lo que sienten, los bomberos tragan su miedo, su angustia su tristeza y el enojo se convierte en un compañero que tarde o temprano se filtra en la acción. Un exceso de fuerza, una palabra fuera de lugar, una decisión tomada con adrenalina en lugar de con conciencia. No siempre la violencia institucional nace del abuso: muchas veces nace del agotamiento. Del miedo que se acumuló sin poder nombrarse.

El manejo emocional debería ser un componente estructural en la formación policial y de protección civil. No una charla motivacional de dos horas ni un “taller de resiliencia”, sino una formación, seria, constante y medible, basada en neurociencia, educación emocional y atención plena. Entrenar la emoción es tan importante como entrenar la puntería o la táctica de rescate. Porque el cuerpo no puede sostener lo que la mente y el corazón no saben procesar.

Cuando un alcalde como Carlos Manzo pide ayuda y no la obtiene, no solo queda vulnerable él, también su fuerza policial. Porque el miedo del líder se transmite. Y cuando los bomberos enfrentan una tragedia como la de Hermosillo, las cicatrices no son solo físicas, quedan en la memoria emocional. El sistema les exige fortaleza, pero no les enseña cómo mantenerla. Les pide templanza, pero no les enseña a cultivarla. Les exige humanidad, pero no los acompaña humanamente.

Hay una deuda institucional profunda con quienes nos cuidan. El Estado les pide servir con valentía, pero no les ofrece herramientas para cuidar su equilibrio emocional. Los alcaldes presumen patrullas nuevas, pero pocos invierten en la mente y el corazón de los que las conducen. Queremos resultados, pero no bienestar. Y eso, tarde o temprano, se paga con errores, violencia y desesperanza.

La seguridad pública no se construye solo con uniformes, protocolos o equipamiento. Se construye con mentes claras y corazones en calma. Cuidar emocionalmente a quienes cuidan de nosotros no es compasión, es estrategia, es prevención, es justicia. Porque sin bienestar emocional no hay seguridad pública.

Y mientras sigamos creyendo que la emoción estorba, seguiremos repitiendo la misma historia: policías desbordados, bomberos agotados, servidores públicos quebrados. Ellos no necesitan más discursos sobre valentía. Necesitan entrenamiento emocional, contención y acompañamiento institucional Porque el servicio sin equilibrio termina siendo un sacrificio.

El país necesita líderes y gobiernos que entiendan que la salud emocional también es una política de seguridad. Que la claridad mental también salva vidas. Y que el bienestar de quienes sirven es, en última instancia, la condición indispensable para el bienestar de todos.

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