Bárbara Tijerina

El lenguaje no verbal es el más auténtico porque es inconsciente. Mientras la palabra puede ser medida, editada o calculada, el cuerpo no sabe mentir. Por eso, cuando el discurso oficial dice una cosa y el cuerpo muestra otra, lo mejor es creerle al cuerpo.

Ovidio Guzmán se declaró culpable en Estados Unidos. Su abogado, Jeffrey Lichtman, hizo declaraciones durísimas: implicó a altos funcionarios del gobierno mexicano en pactos con el narco. Y justo en ese contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum visitó Culiacán para “supervisar hospitales”. En la superficie, el mensaje era institucional; en el fondo, un gesto político: un guiño de respaldo al gobernador Rubén Rocha Moya.

Durante la conferencia de prensa, los periodistas no se tragaron el discurso de la salud. Las preguntas giraban, una y otra vez, en torno a Ovidio y a las acusaciones que flotaban en el aire. La presidenta respondió que eran “declaraciones irrespetuosas e inaceptables”, tratando de desviar la conversación. Pero los cuerpos, los gestos, las miradas… hablaban de otra cosa.

Las imágenes eran elocuentes. Se veía a una presidenta tensa y a un gobernador que parecía no querer estar ahí. Rocha Moya metía las manos en los bolsillos, se tocaba el rostro, manipulaba sus lentes, se rascaba el cuello. Todos estos gestos son lo que en el análisis no verbal llamamos “adaptadores”: movimientos que surgen de manera automática para regular la ansiedad. El cuerpo intenta calmarse. Y en ese intento, se delata.

Más del 80% de la comunicación es no verbal. Lo que sentimos se filtra por la postura, el tono de voz, la mirada, la respiración, la expresión del rostro. Cuando hay una disonancia entre lo que se dice y lo que se muestra, lo más honesto está en el cuerpo. El cuerpo siempre cuenta la historia completa.

En 2004, los investigadores David Matsumoto y Jessica Tracy analizaron las expresiones corporales del triunfo y la derrota en atletas olímpicos, incluyendo a competidores ciegos de nacimiento. Su hallazgo fue contundente: las emociones como el orgullo y la vergüenza se manifiestan de forma universal. No se aprenden, se expresan desde lo más profundo del cerebro emocional. El orgullo se eleva: brazos en alto, pecho inflado, cabeza erguida. La derrota, en cambio, se hunde: hombros caídos, cabeza baja, mirada perdida.

Exactamente esas señales vimos en Culiacán. Cuerpos pesados, párpados vencidos, energía baja. No era una celebración. No fue una visita triunfal. Era un intento de control narrativo atravesado por la incomodidad.

La derrota no necesita subtítulos. El cuerpo baja la voz, pero grita lo que siente. Es un lenguaje anterior a las palabras, profundamente humano y, aunque nace del subconsciente, puede leerse, estudiarse y entenderse. Porque el cuerpo grita lo que la boca calla. Y quien sabe observar, escucha todo.

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