A Patricia, Pía y Omar, insuperables compañeros de viaje

A ras de tierra

Mohamed, el alabado, en árabe, conduce con la seguridad del que sabe que porta el nombre más utilizado en la Tierra. Es amazigh (persona libre), etnia autóctona de África septentrional–también llamados bereberes. Soy su copiloto (el de larga vida), interpreto mapas, pongo música de su tierra, pregunto demasiado, cuento cuentos, canto para no dormirnos. Absortos en sus pensamientos, Patricia, Pía y Omar miran a través de la ventana.

Dos mil doscientos kilómetros a ras de tierra. Excepto por algunos sobre fina arena a lomo de dromedario, bajo cincuenta y un grados centígrados, en el Desierto del Sahara. Y por los treinta y tres kilómetros en ferry, sobre un mar portal que cruza el Estrecho de Gibraltar, desde Tánger en África hasta Europa en Tarifa, en donde dicen que el viento sopla tan fuerte que enloquece hasta el suicidio.

Tanger, Marruecos. O. Vidal
Tanger, Marruecos. O. Vidal

Marruecos policromático, cuna de la humanidad, en donde fueron excavados los fósiles más antiguos de Homo sapiens: trescientos mil años. En donde para cumplir su décimo trabajo–capturar a los toros rojos de Gerión en la mitológica isla de Erythea, hoy Cádiz en España–Hércules separó África de Europa. Y dejó una columna en cada lado para que no lo olvidemos.

Este no es derrotero de viaje, ni guía de turistas. Realidad o ficción, qué más da.

Nación de contrastes, a Marruecos le arrullan mareas del Mar Mediterráneo y el norte de África Aquí se transpira humanidad, historia, cultura, arte, herencia ancestral, magia real. Aquí, la desigualdad cotidiana, la corrupción voraz, la opulencia ofensiva de su clase dominante y la pobreza brutal de treinta y ocho millones de marroquíes se funden en una monarquía islámica africana que se define a sí misma como constitucional, democrática, parlamentaria y social.

La noche anterior, en Roma, repasé el mapa de nuestra ruta marroquí. Después de haberle entregado a la Guardia Suiza Pontificia, en el Vaticano, un libro dedicado al Papa Francisco. Sin imaginar que, cuando escribiera estas líneas, Jorge Mario Bergoglio se habría marchado a sus cámaras de invierno. Se nos quedó en el limbo la , científico, cartógrafo y explorador del Mar de Cortés y lo desconocido.

No hay que dormir para poder soñar. No ayuda que, en las noches leo, por tercera vez, la Divina Comedia de Dante. Cervantes, Joyce, Gabo, centinelas de la palabra. Marruecos a flor de piel, en mi libreta de notas. Estampas a ras de tierra que después de un año se desdibujan en la memoria. La fantasía empieza a engañar a la realidad, por eso mejor la cuento.

A través de la ventana

Millones de palmeras, el silencio es verde, tsunamis de roca y arena. Ali Baba y los cuarenta ladrones, Lawrence de Arabia, La joya del Nilo, El hombre que quiso ser rey, La momia, La guerra de las galaxias, Gladiador, Juego de tronos y La última tentación de Cristo. A quién le importa.

Los días, las noches no acontecen, no hay diferencia entre crepúsculo y alborada. A través de la ventana sólo espejismos. Autopistas y veredas desfilan, vertiginosas, acicaladas con quebradas de piedra caliza, bosques de pinos, olivos y acacias espinosas. Cementerios y madrasas, paneles solares, turbinas de viento y tierras escarlatas, azulejos, estucos tallados y banderas marroquíes. Mirándonos de reojo, ancianos vestidos de blanco toman el té departiendo en bereber.

Gatos. Marrakech, Marruecos. P. Cendón
Gatos. Marrakech, Marruecos. P. Cendón

Gatos cotidianos, omnipresentes mininos, ingredientes esenciales de la vida marroquí. Dromedarios contemplativos echados entre palmerales a la vera del camino. Nidos de cigüeñas enamoradas adornan minaretes de mezquitas y postes de luz disfrazados de palmeras. Arundos, esos carrizos gigantes mediterráneos invasores que colman arroyos, transfiguran ríos, erosionan la tierra.

Marrakech, Rabat, Casablanca, Fez; Meknes esquiva. Capitales imperiales, aldeas ataviadas con mosaicos, motivos florales, ventanas arqueadas. Bordadas en piedra, cemento, madera, ladrillo, hormigón, yeso y mármol. Incontables puertas de madera, presentes o ausentes en arcos ciegos de herradura de chozas y palacios, mezquitas y riads. Puertas, primorosas puertas por doquier, esculpidas con arabescos y follajes infinitos, motivos de sebka y, ocasionalmente, el pájaro extraviado.

Escuela Ben Youssef. Marrakech, Marruecos. O. Vidal
Escuela Ben Youssef. Marrakech, Marruecos. O. Vidal

Espejismos

A vuelo de pájaro, a través de la ventana, fotografío para no perderme letreros de ciudades y poblados con nombres impronunciables que jamás volveré a pisar*. Aquí todo muta, nada cambia. Fortalezas añejas salpican el desierto de caqui y rojo. Campamentos blancos de gitanos vestidos de negro, en su mundo, a la distancia, como tableros de dominó entre montañas y valles. Familias beduinas en hondonadas inhóspitas, miradas desde las alturas.

Espejismos entre bicicletas. Ammonites, orthoceras, crinoideos, bivalvos y trilobites marinos fósiles decoran la tierra, testigos taciturnos de un océano anciano que aquí yacía hace millones de años. Estampas entre estampas, viñetas de un pasado extraviado que no se va para poder darle vuelta a la página.

Ammonites y Orthoceras, cefalópodos fósiles. Marruecos. O. Vidal
Ammonites y Orthoceras, cefalópodos fósiles. Marruecos. O. Vidal

Seguir la Ruta de las Mil Kasbahs como misión. Remontar la cordillera del Alto Atlas, penetrar las ariscas gargantas del Todra y el Dades, dibujadas durante millones de años por el capricho perseverante de los vientos y la erosión que enloqueció sus dominios. Como a Tarifa los ventarrones. El anhelo de apenas tocar, con pies descalzos y corazón abierto, el desierto bendito. Marchar sobre suelo azul en pueblo santo, llegar a Tánger y, como Matisse, refugiarse en su bahía para no enloquecer.

Los ruidos y los ciegos. Marruecos, herboristerías escondidas a la vista de todos. Genios que atrapados flotan en frascos con aceites, aromas, jabones y trocitos de plantas que prometen aliviar todas las enfermedades humanas. La locura, la más común. Leedoras de la suerte, mujeres de tres cabezas, gigantas sensuales, malabaristas volátiles, trovadoras encantadas, bailarinas errantes. Todas las pieles, todos los olores, todos los colores, todos los sonidos, todos los placeres de la humanidad.

Aquí la imaginación perdió la razón cuando el mundo inhalaba magia. Caminar sus huellas, escuchar sus cantos, palpar sus membranas, perderse en sus fragancias, imaginar lo inimaginable. Ser, sólo ser.

Alhajas del pasado

Medinas, mezquitas, madrasas, plazas, barrios, jardines, zocos, palacios, fuertes, fuentes y gente**, Marruecos eres museo viviente patrimonio de la humanidad, miles de años antes de que la UNESCO existiera.

Palacio de la Bahia, Marrakech, Marruecos. O. Vidal.
Palacio de la Bahia, Marrakech, Marruecos. O. Vidal.

Amurallada en adobe, sacrosanto adobe. Fundada en un oasis en el siglo XI, Marrakech, centro cultural y religioso***. Esmerada caligrafía gigante que trepa por las paredes, acompañando geometrías de medias lunas y garabatos delicados en pisos y techos. Recovecos que cambian de color con el alba, caminante que esquiva motocicletas entre curanderos, adivinos, músicos, cuentacuentos, tatuadores, saltimbanquis, monos educados, serpientes encantadas. Koutoubia, portal entre tierra y cielo, faro de fe y aprendizaje universal.

Tras Fatiha, la incansable. Centenario Jardín de Marolle, testigo del yugo francés, hogar de millares de plantas planetarias–petunia mexicana, peregrina cubana, hueso de dragón asiático. Jardín botánico que Yves Saint Laurent compró y restauró por codicia, por amor divino o humano, o para expiar pecados coloniales. Madrasa Ben Youssef, ciento treinta y seis diminutos cubículos, hogar durante siglos de miles de estudiantes que vinieron a estudiar el Corán.

Madrasa Ben Youssef, Marrakech, Marruecos. O. Vidal.
Madrasa Ben Youssef, Marrakech, Marruecos. O. Vidal.

El bullicioso zoco atiborrado de talleres, puestos de comida, paseantes, artesanos, carpinteros, afiladores y zapateros en Rabat, capital política, transporta al zócalo de la Ciudad de México. La Torre Hassan y sus doscientas columnas, único vestigio de la que debió ser–pero no fue–la mezquita más grande del mundo musulmán. Celosa, la guardia real a caballo custodia la entrada del Mausoleo de Mohamed V, sultán que independizó al país. Hombres uniformados, equinos cavilantes, testigos de honor mudos de reliquias de un pasado inalcanzable. Como son casi todos los pasados.

A Casablanca, centro económico tapizado de palmeras que brotan del concreto, llegamos sólo porque, terco, me empecino en buscar el ficticio Café de Rick. Aun sabiendo que fue en Hollywood, no aquí, donde se filmó la película Casablanca, en la que Rick Blaine (Humphrey Bogart)–cínico, amargado y bajito–parado sobre ladrillos y sentado sobre cojines, enamoró a la bella Ilsa Lund (Ingrid Bergman), más alta que él. En mil novecientos cuarenta y dos, en plena Segunda Guerra Mundial.

Corazón contorsionado, Fez religiosa e intelectual, la de la medina de puerta azul. Dar Al-Makhzen, palacio real, siete puertas por las que no podemos entrar los siete días de la semana los siete grados de la monarquía. Sietes que transportan al limbo y primer círculo del infierno de Dante, en donde residen eternamente, en un castillo con siete puertas y las siete virtudes, paganos no bautizados y virtuosos no cristianos castigados que nunca verán el cielo. . Mezquita Al Qaraouiyine, la universidad más antigua del mundo que sólo imaginamos desde afuera.

De pronto, el cancerbero

Los muertos no escapan, los vivos no entran, aquí huele a almas quemadas.

Curtiduría. Fez, Marruecos. O. Vidal.
Curtiduría. Fez, Marruecos. O. Vidal.

El nauseabundo aroma del barrio de los curtidores de pieles que todo lo invade, de nada sirven las ramitas de hierbabuena apretadas contra las fosas nasales para paliar los tufos de la tradición. Cuando se entra a la curtiduría Chouwara se huele a sangre, pezuñas, pelo, dientes, alas, cuernos, labios cocidos.

Revoltijos de tintes naturales nutridos con excrementos de paloma llenan enormes tanques redondos repletos de cal, donde cada familia con su propio tinte trabaja los cueros de corderos, bueyes, cabras y dromedarios.

Curtidores de color ocre, diligentes, sacan los restos de pelos adheridos a la piel de cueros chamuscados en un hedor infernal.

A la salida, bolsos, maletas, cojines, cinturones, zapatos y abrigos en los que los artesanos hábilmente han transmutado la fetidez de la muerte. En la noche, el hammam público que con estropajo sangra y sana y libera epidermis, mentes y almas.

Alto Atlas

Alto Atlas, Marruecos. O. Vidal
Alto Atlas, Marruecos. O. Vidal

Sin aviso, emergemos a otro mundo. La cordillera del Alto Atlas se revela, titán cuyo cuerpo recostado, espalda y brazos forman montañas y valles con destellos de esmeralda. A través del Tizi N’Tichka, a dos mil doscientos cincuenta y seis metros sobre el nivel del mar, remontamos el alto del Col du Tichk. Palmerales resguardados por un espinazo pétreo, preludio al padre y madre de todos los desiertos. Kasbah, Kelaa M’Gouna-el Valle de las Rosas, aroma dulce que embriaga; Boumalne en el valle de Dades, gargantas que maúllan.

Territorio bereber, dominio de Mohamed. Telepáticamente lee nuestra expectación, orgulloso nos hace partícipes de la suya. Evocación del tiempo en el Golfo Pérsico, cuando comprobé la conexión íntima e inexplicable entre árabes y latinoamericanos.

Por fin, en su español perfecto, se anima a preguntar lo que hace días lo consume de curiosidad: “Omar, ¿por qué siendo cristiano te bautizaron con un nombre árabe?” Le cuento de mi madre, embarazada, leyendo el Rubaiyat del poeta y astrónomo persa Omar Khayyam. Del cura que no quería maldecirme bautizándome con un nombre infiel y que, despertando la furia de mi padre, quiso llamarme Stalin. En Moniquirá, ese pueblito colombiano de calles pequeñitas en donde nací. Mohamed, el alabado, sonríe indulgente, no del todo convencido.

Ait Ben Haddou, Marruecos. O. Vidal
Ait Ben Haddou, Marruecos. O. Vidal

¡Ah! Ait Ben Haddou etérea, protegida por tu muralla derruida, oasis de adobe desde la distancia verde del perverso arundo.

Tinghir, alfombras mágicas, los niños

Imider, de paso sin ver la mayor mina de plata de África. Nadie puede, lo prohíbe el Estado. Tinghir, recato y coloridas mantas atrapadas en las Gargantas del Todra. Acantilado de trescientos metros, paredes de roca caliza cinceladas por los vientos y el río extinto que presagia la entrada al mar de dunas más grande de Marruecos, Erg Chebbi.

Tras Mohamed, nos escabullimos por un laberinto de callejuelas rizadas, entre altísimos muros de adobeesperando que, en cualquier momento, nos caiga del cielo una banda de rufianes en pasamontañas blandiendo cimitarras. A salvo de mi paranoide desconfianza citadina, confluimos por fin en la casa de las alfombras mágicas. Arriba nos esperan tres mujeres. Entre risitas nos convidan a tomar el té, sobre un suelo empachado de cojines, tapices y alfombras forjadas con nudos bereberes en combinaciones de azul, amarillo, verde y rojo. Oaxaca, la bella.

Por los labios de Mohamed nos cuentan de su cooperativa de mujeres artesanas bereberes. Hablamos de México, entre señas. Entre taza y taza de té, regateo, no puedo evitarlo, mi familia se avergüenza. Aquí uno regatea. Siento que no hacerlo es falta de respeto, de que sólo quiero pagar, salir a la carrera, huir. Más té, más risitas.

Remontamos el vuelo en la alfombra mágica de pelo de dromedario y en la de lana de oveja. Levitamos sabiendo que en ellas cargamos pedacitos de pensamiento de las tejedoras, pues cada alfombra es única, producto de la imaginación de quien la hace. Cruzamos el Medio Atlas por encima de los paisajes rocosos de Er Rich, de los bosques de Azrou y las montañas nevadas sin nieve de Ifrane, del Gran Desierto. De Volubilis, vestigios romanos en donde hoy sólo moran cigüeñas blancas. Té y café, libro abierto, arte femenino de saxofones y cortinas floridas.

Cerca de Khenifra, Marruecos. O. Vidal.
Cerca de Khenifra, Marruecos. O. Vidal.

Atardece cuando descendemos en Fez.

En esa sucesión de subidas y bajadas, en esos cuellos montañosos del valle de Telouet, aparecen los niños. Irreverentes aladinos, alicias, peter panes, mafaldas, hanseles y greteles, chavos del ocho amotinados. Se lanzan a la mitad del camino, sus cuerpos menudos y sonrisas traviesas nos marcan el alto. Nos emboscan. Seis niños se turnan en parejas para ofrecernos los mejores higos del planeta. En esas nebulosas gargantas del Todra, a cuatro mil metros de altura, a trescientos cincuenta kilómetros de Marrakech, a quinientos de Fez y a sesenta de Argelia, nos tienen rodeados, no hay escapatoria, estamos a su merced. Mohamed regatea, yo regateo; compramos docenas de higos, entre sonrisas y guiños.

La tarde se duerme mientras la sed y el hambre se sacian con té y pizza bereber que nos ofrece Blal en Khamlia.

El que canta e ilumina el alma

Juventud distante, alejada vejez, insomnio, premoniciones. Luz y pedernal y purgatorio y paraíso y nostalgia.

Océano de arena atrapado entre el Mar Mediterráneo, el Mar Rojo y el Océano Atlántico. Bañas glorificando Argelia, Chad, Egipto, Libia, Marruecos, Mauritania, Malí, Níger, República Árabe Saharaui Democrática, Sudán y Túnez. El que canta e ilumina el alma, en bereber.

Al gran Desierto del Sahara fugazmente entramos en dromedario, esos estrafalarios mamíferos ungulados sin cuernos, cuello largo y curvado, una joroba, tobillos y rodillas callosas, labios carnosos. Bajo el cielo aguamarina las dunas reflejan nuestras sombras centauras. Adivino perfiles naranja de bestias y humanos en tsunamis quietos, forjados por Eolo, mientras olas pequeñas confeccionan efímeras mareas.

Asalta mis sentidos la Canción del viento del álbum Caravanserai de Carlos Santana, héroe de mi juventud musical. La fantasía mimetiza la realidad.

Entre dunas pernoctamos, no puedo dormir. Mercurio enano, estrellas fugaces, hermano Sol, hermana Luna, el pobrecillo de Asís que murió pasado mañana hace setecientos noventa y nueve años, El camaján, las gorgonas, el coco, Nosferatu, la llorona, Belcebú, Drácula, Caín, el ogro, el yeti tibetano, el chupacabras. Luz y tinieblas, la metamorfosis, la obscuridad perpetua, soy invisible. No hay que dormir para poder soñar. Desprenderse de lo terrenal, en el desierto todo cabe. ¿Habré perdido la razón?

Un mundo azul, musa blanca de Matisse

Chefchauen, Marruecos. O. Vidal
Chefchauen, Marruecos. O. Vidal

, sagrado pueblo azul en las faldas de las montañas Tisouka y Megou. Paredes de cal purifican el aire espantando todo tipo de insectos en cada recoveco. La vejez con pelo blanco en el azul que Henri Émile Benoît Matisse tal vez imaginó. Gatos cerúleos, nos sentamos enamorados en la plaza Outta, caminamos por la fuente Ras el-Maa siguiendo el arroyo hasta el barrio de los lavaderos. Aquí todo es arte, cables negros de luz reptan rítmicamente por paredes azules entretejiendo fachadas de casas y riads.

El fin se acerca. Inevitablemente. Llegamos a Tánger, mojada por el Atlántico y el Mediterráneo. Faro de Cabo Espartel. A la columna, a la cueva cárstica de Hércules en donde mi héroe durmió antes de robar las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides. Tánger mitológica, matizada en el ocaso, melancólica de madrugada, fenicia, romana, bizantina, visigoda, árabe. Tánger paraíso terrenal, musa blanca de luz dulce, bahía que en siete meses salvaste a Matisse de una muerte incógnita bajo la lluvia torrencial, en la habitación 35 del Hotel Ville de France.

Ventana en Tánger, 1912. Henri Matisse
Ventana en Tánger, 1912. Henri Matisse

Estrecho de Gibraltar, tormentas marinas espantademonios, cantos de sirenas, cordonazos de Francisco de Asís, fin del diluvio. Mientras mi hijo y yo te vemos desaparecer, la espuma de la estela del ferry refleja ese anhelo infantil cumplido. Y pienso que lo importante en la vida es cumplir sueños sin mirar atrás. Ficción o realidad, qué más da.

Te lo prometí de madrugada, en donde rompen las olas, en voz baja para que nadie más escuchara: Tánger, me voy a ir yendo, pero a ti regreso. Ilā al-liqā’.

Cueva de Hércules, Tánger, Marruecos. O. Vidal
Cueva de Hércules, Tánger, Marruecos. O. Vidal

*Marrakech, Rabat, Casablanca, Kelaa M’Gouna, Boumalne du Dades, Imider, Tinghir, Tinejdad Goulmina, Ksar Igli, Mezguida, Tashssnounte, Berrechid, Rissani, Taouz, Arfoud, Merzouga, Hassielabied, Er-Rissani, Errachidia, Er-Rich, Midelt, N’Azala, Zebzat, Oued Oum Rbia, Khenifra, Sinoual Bakrit, Idelssane, Timahdite, Azrou, El Hajeb, Erg Chebbi, Ifrane, Fez, Volubilis, Chaouen, Tánger.

**Plaza Jāmiʿ el-Fnā, gran medina y su mezquita Koutoubia, Jardines de la Menara, Jardín de Marolle, Palacio de la Bahía, barrio judío (Mellah), Madrasa Ben Youssef, Torre Hassan, Mausoleo de Mohamed V, Mezquita Hassan II, Palacio Real Dar Al-Makhzen, Medina de Fez El Bali, Plaza Seffarine, mezquita Al Qaraouiyine, Medersa el-Attarine, Plaza Outta, fuente Ras el-Maa.

***Exactamente un año después de caminar sus calles, leí “Las voces de Marrakesh: Impresiones después de un viaje”, de Elias Canetti, Premio Nobel de Literatura 1981. Lástima que no lo descubrí antes.

Omar Vidal es autor de , Grañén Porrúa Grupo Editorial.

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