A Patricia Elías
Cuando alguien regala un libro, y no me refiero al autor amigo que lo comparte, está revelando su emoción lectora. Tras el libro que alguien pone en tus manos está la declaración de cuánto le gustó y el deseo de que también a ti te pueda acompañar. Quien regala un libro hace un puente especial, generoso y cargado de complicidad de lo que acaba de descubrir, con la persona que fue mientras leía esas líneas y piensa, obsequiosa, que no debes perderte de ello. Cuando se regalan libros, se regala una experiencia, una botella de tiempo (diría Jim Croce), un gusto literario, una manera de estar en el mundo a través de las palabras que los escritores te han acercado y que han dejado huella en ti.
Mi amiga Patricia me regaló la novela Nosotras de Suzette Celaya Aguilar. Voy haciendo un altero de los libros que tengo intención de leer antes de acomodarlos en el librero y que los engulla el orden alfabético o la tradición literaria a la que pertenecen. Aquella novela, comentada también por Élmer Mendoza y destacada como sus lecturas recomendadas, llevaba meses esperando mi atención. Mientras estuve en aquel pueblo que la presa desaparecería, con Violeta y su necesidad de quedarse con sus muertos —su madre, su hija y su abuela—, con aquella muchacha Lina que está de paso y a quien le interesa otra vida, la de ciudad, sueños más anchos, mientras estuve con Fermín cuyo regreso espabiló el pasado, mientras viví las falsas promesas de los burócratas para desalojar a los habitantes de aquel pequeño lugar donde la iglesia y las casas y el cementerio se anegarían en una semanas, comprendí las razones de Patricia para ponerlo en mis manos.
Me topé con una autora que empata la fuerza de las palabras con las emociones de los personajes, diestra en la economía de lenguaje y la precisión de las imágenes, cuya prosa suena a tierra, a zopilotes volando, a piedras arrastradas por el río, a viento, al rumor del agua lejana. Violeta no quiere abandonar su lugar, quizás por aquello de qué somos de donde están nuestros muertos, un linaje de mujeres y el secreto de una paternidad oculta, de una abuela usurera y de una necesidad de pertenecer que todos compartimos.
En medio de mis lecturas recientes, la novela de la joven autora sonorense Celaya Aguilar, que ya ha sido merecedora de atención, me conecta a un tipo de literatura que parecía borrada del escenario. Nosotras me coloca en el mundo rural de los años sesenta, donde la violencia estaba en otro lado, en esa modernidad tragándose formas de vida, roles y relaciones en un poblado pequeño que sabe leer el vuelo de los pájaros, las virtudes de las plantas, los silencios de los habitantes. Me recuerda el placer de los mundos a los que me llevaba la lectura de Elena Garro en Los recuerdos del porvenir, Ramón Rubín y sus cuentos de pesca, y un Rulfo donde vivos y muertos conviven en el aire, en la tierra y en los muros de Comala. Son ecos frescos de una escritura que se despojó de campo y se volvió urbana y de metralla.
Léase esto como un agradecimiento a la amiga que me acercó Nosotras, con ello la oportunidad de conocer a una nueva autora y provocar un contagio lector. A través de estas líneas también agradezco a quien alguna vez haya regalado un libro mío a otro. Es difícil que el autor se entere, pero cuando he firmado para quien va a recibir el libro obsequiado, o alguien me confiesa me lo regalaron, me emociono. Sé lo que significa regalar un libro y recibir ese regalo.