Las sesiones de los tribunales y de la Suprema Corte han sido públicas desde hace varios años. Lo que cambió con la reforma judicial es la intensidad del escrutinio: ahora cada intervención, cada voto y cada duda se transmite, se recorta, se comenta y se viraliza en redes sociales. Lo que antes quedaba en el ámbito institucional o en transmisiones seguidas por especialistas y litigantes, hoy se expone ante un público mucho más amplio, que observa y analiza con lupa el desempeño de las nuevas personas juzgadoras electas.
Lo que podría ser un ejercicio saludable de transparencia se ha convertido en una vitrina preocupante: discursos que parecen improvisados, argumentaciones que contradicen principios básicos de derecho y, en ocasiones, francas confusiones
No se trata de un detalle anecdótico ni de un error menor. Cada una de esas resoluciones, emitidas y difundidas en plataformas digitales, tiene consecuencias directas para las personas que acuden al Poder Judicial en busca de certeza. Y, al mismo tiempo, envía un mensaje devastador a la sociedad: que quienes hoy tienen en sus manos la tarea de proteger derechos no siempre cuentan con las herramientas necesarias para hacerlo.
La elección popular de personas juzgadoras fue presentada como un triunfo de la democracia. Sin embargo, los resultados de las primeras semanas muestran el lado menos discutido de esa reforma: un Poder Judicial lleno de perfiles heterogéneos, algunos con méritos indiscutibles, pero otros sin la preparación mínima para sostener los principios constitucionales que deberían guiar cada sentencia. Lo que estamos viendo en redes sociales es, en realidad, la confirmación de un riesgo advertido desde el inicio: que el acceso a la toga no garantiza, por sí mismo, la capacidad de impartir justicia.
El problema es grave por donde se le vea. Cuando los propios tribunales exhiben vacíos formativos, el daño no se limita a un expediente: erosiona la legitimidad de todo el sistema. La seguridad jurídica se resquebraja cuando la ciudadanía percibe que las decisiones judiciales pueden depender del desconocimiento o de interpretaciones personales sin sustento.
Peor aún: el silencio institucional frente a estas deficiencias puede interpretarse como complicidad. Si las autoridades encargadas de garantizar la calidad de la justicia no intervienen, el mensaje es que se normaliza la improvisación. Y una justicia improvisada es, en los hechos, una justicia negada.
Los ejemplos sobran: resoluciones que confunden conceptos elementales, criterios que contradicen jurisprudencia obligatoria de la Suprema Corte, o argumentaciones que parecen más una opinión personal que un razonamiento jurídico. ¿Podemos darnos el lujo de que esto se vuelva costumbre?
La pregunta es qué hacer frente a este escenario. En primer lugar, me parece fundamental que la Escuela Nacional de Formación Judicial entre en acción de inmediato con programas de capacitación intensivos, obligatorios y evaluables. Instituciones educativas como por ejemplo la Escuela Libre de Derecho emitió hace un par de semanas el Manual de buenas prácticas judiciales donde personas juzgadoras federales dan consejos técnicos sobre la labor jurisdiccional hasta la gestión judicial. Esto, me parece, es un ejemplo de lo que las escuelas, universidades y academia pueden realizar.
La justicia no admite improvisación. Una persona juzgadora sin formación suficiente no solo compromete un caso individual: compromete la confianza de toda la sociedad en las instituciones. Si hoy normalizamos los errores, mañana será imposible exigir decisiones imparciales, razonadas y conforme a derecho.
Decir “disfruten lo votado” no es opción. La justicia no puede reducirse a una revancha electoral. Continuar con lo que hemos visto en las últimas semanas no solo pone en riesgo casos particulares, sino que mina la confianza en todo el sistema judicial. Por eso, además de visibilizar los errores, el gremio jurídico tiene la responsabilidad de proponer soluciones que amortigüen el impacto: acompañar con capacitación, generar criterios claros, impulsar buenas prácticas y exigir que la Escuela Nacional de Formación Judicial asuma un papel protagónico. No basta con señalar las fallas, es indispensable plantear cómo corregirlas para que la justicia, aun en medio de la incertidumbre, sea garantía de certeza constitucional y no ruleta.
Abogada