Quienes seguimos con atención las sesiones públicas del pleno hemos visto algo que llama mucho la atención y no debe pasarnos desapercibido: ministras y ministros alzándose la voz, interrumpiéndose, rectificándose en tonos tensos, y haciendo evidente un clima de incomodidad que trasciende lo jurídico. No es simplemente que discrepen, eso es normal, incluso saludable, sino cómo lo están haciendo porque las formas no son un adorno protocolario. En un tribunal constitucional, la manera en que se pregunta, se responde y se debate es parte de la función jurisdiccional. Es pedagogía pública. Es ejemplo para miles de estudiantes que ven esas sesiones. Es un mensaje para las juezas y jueces que, desde sus propios órganos, observan cómo se construye la argumentación constitucional en el máximo tribunal de nuestro país. Y también es un termómetro para la ciudadanía que intenta entender si la Corte puede sostener su papel como árbitro en medio de un país polarizado.
Por eso vale la pena detenernos en lo que está ocurriendo: las interrupciones constantes, los comentarios en tono defensivo o cortante, y la creciente dificultad para escuchar con apertura.
No es casual. Las tensiones que vemos no nacen en la mesa del pleno: llegan ahí desde antes. Provienen de cómo fue integrado el tribunal, de un proceso de nombramientos profundamente cuestionado, de expectativas sobre el rol que cada ministra y ministro juega en el tablero público, y de un clima político donde todo se lee como señal, alineamiento o desafío.
La Corte nunca ha sido homogénea, pero la diferencia entre pluralidad y fricción es la voluntad de escuchar. Y eso es lo que pareciera se está erosionando. Cuando un proyecto se presenta y antes de que termine la exposición ya hay manos levantadas para “aclarar” o “precisar”, cuando un ministro apenas formula un argumento y otra ministra la interrumpe a media frase, el mensaje deja de ser jurídico: se vuelve personal.
En un tribunal constitucional eso es grave no porque afecte la “cortesía”, sino porque la deliberación se vuelve menos deliberación y más choque. Si la interrupción es la regla, desaparece la posibilidad de hilar argumentos complejos, de corregir, de refinar una postura. Y entonces el pleno deja de ser un espacio donde se busca la mejor respuesta posible y se convierte en un foro donde cada quien llega con su voto decidido y usa el micrófono para justificarlo.
Lo paradójico es que esto ocurre precisamente cuando más necesitaríamos una Corte sólida, rigurosa y capaz de mostrar convivencia en la diferencia. En medio de reformas, presiones políticas y cuestionamientos públicos, la forma en que se debate importa. No porque deban “verse bien”, sino porque la legitimidad democrática se sostiene también en la confianza de que las decisiones fueron tomadas tras escuchar, procesar y ponderar razones.
Aquí es donde la memoria comparada sirve. En Estados Unidos, Antonin Scalia y Ruth Bader Ginsburg representaron extremos ideológicos y métodos interpretativos practicamente irreconciliables. Se hacían disensos devastadores. Pero, y esto es lo que hoy conviene recordar, sabían escuchar sin descalificar, y sobre todo mantenían una admiración profunda por el otro que permitía el disenso sin convertirlo en ruptura.
Ginsburg decía que los mejores disensos de Scalia la obligaban a ser mejor jurista. Scalia decía que el rigor de Ginsburg era un punto de referencia. Su relación no evitaba la diferencia; evitaba que la diferencia destruyera el respeto.
Esa es la lección que hoy hace falta. No porque queramos replicar modelos ajenos, sino porque lo que está en juego es la calidad de la conversación constitucional en México. El tono del pleno no es un accidente. Es reflejo de un país tenso, de procesos de designación cargados de expectativas políticas y de un tribunal constitucional que enfrenta presiones enormes.
Pero también es una oportunidad: si la Corte logra mostrar un estándar deliberativo, donde se escucha, donde se disiente sin interrumpir, donde se argumenta, enviará un mensaje poderosísimo. No solo a quienes vemos las sesiones del pleno, sino a la política en general y a la ciudadanía. No hace falta que todas las ministras y ministros coincidan; basta con que se escuchen. Así es como se construyen los disensos que fortalecen y no los que desgastan. Ese debería ser el estándar, no la excepción.
Abogada

