El Tribunal Electoral tuvo en sus manos la oportunidad de trazar una línea clara entre la crítica legítima y la violencia política de género. Pero decidió no hacerlo. Rechazó el proyecto elaborado por el magistrado Reyes Rodríguez Mondragón, que proponía proteger la libertad de expresión ciudadana frente a un uso expansivo —y peligroso— de la categoría de violencia política. Así, en lugar de defender la democracia, el Tribunal optó por alimentar la censura.

El caso lo detonó una ciudadana que, en twitter, escribió que un diputado había hecho un “berrinche” para imponer la candidatura de su esposa. La aludida, entonces precandidata, denunció que esa crítica constituía violencia política en razón de género. La Sala Especializada le dio la razón. La sancionó. Le ordenó una disculpa pública. Y la inscribió durante un año y medio en el Registro Nacional de Personas Sancionadas por Violencia Política de Género.

El proyecto del magistrado Reyes era claro. Sostenía que la publicación no usaba estereotipos, no atacaba a la candidata por ser mujer, ni pretendía inhibir su participación política. Era una crítica fuerte, sí. Incómoda, también. Pero legítima. Y en democracia, las críticas incómodas no se castigan: se responden.

Pero el proyecto no fue aprobado. La mayoría prefirió avalar una visión regresiva, donde la crítica se convierte en infracción. Y donde quien opina —en lugar de quien impone— es quien termina sancionada. Así, se desdibujó el límite entre proteger a las mujeres y blindar a las candidaturas.

Hay algo profundamente preocupante cuando el derecho sancionador se convierte en una herramienta para inhibir la crítica ciudadana. Cuando opinar sobre cómo se construyen las candidaturas termina con una mujer sancionada e inscrita durante un año y medio en el registro de agresoras. Cuando, en lugar de reconocer que quienes aspiran a un cargo público están sujetos -por definición- al escrutinio ciudadano, se protege su investidura con castigos desproporcionados. Entonces el mensaje es claro: no se tolera la crítica, aunque venga de otra mujer.

No se trata de negar la existencia de la violencia política de género. En México, es una realidad dolorosa. Las mujeres que hacen política y las que aspiran a ejercer cargos públicos enfrentan amenazas, agresiones, y obstáculos para ejercer sus derechos políticos y electorales. Pero si usamos esa figura para sancionar tuits, para blindar a quienes ya detentan poder, o para disciplinar el disenso, la estamos vaciando de contenido. La convertimos en un instrumento de silenciamiento, no de protección.

La justicia electoral tenía la oportunidad de mandar un mensaje firme: que en democracia se puede disentir sin ser castigada y que no toda crítica a una mujer puede encuadrarse como violencia política en razón de género. Desafortunadamente se eligió no hacerlo y se eligió, en cambio, castigar la palabra. Callar el desacuerdo. Convertir el feminismo en un arma para censurar. Y eso no es justicia, es regresión.

Analista

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