Putin acaba de anunciar que Rusia había probado con éxito un arma capaz de provocar un tsunami. Poco después, y justo antes de su reunión con Xi Jinping, Trump declaró que, ante los ensayos con misiles de otras potencias, instruía a su “Departamento de Guerra” a reanudar de inmediato las pruebas nucleares de Estados Unidos. ¿Significa esto que está creciendo la probabilidad de una confrontación entre las superpotencias? ¿Cómo operan la guerra disuasiva y la guerra de nervios? ¿Qué riesgos reales existen y cómo deben enfrentarse? Estas preguntas deben partir de una observación cuidadosa y de un análisis objetivo de los hechos que estamos presenciando. Es cierto que Rusia, desde hace años, se encarga de recordarle al mundo que sigue siendo una potencia nuclear; forma parte de su estrategia. China, por su parte, también está inmersa en una carrera armamentista de grandes proporciones. Corea del Norte continúa realizando pruebas con misiles capaces de transportar cabezas nucleares. Y frente a todo ello, el alto mando militar estadounidense —así nos lo dijeron en un foro internacional en el que estuve presente— parece percibir que está regresando a esta carrera de manera tardía y que, de no realizar inversiones monumentales para recuperar la vanguardia, podría ser superado. Revisemos entonces hechos, contexto y supuestos teóricos:

¿Qué es lo que sabemos?

1. Sabemos que, desde hace años, especialmente a partir de su invasión frontal a Ucrania en 2022, Rusia ha recurrido de manera sistemática a las amenazas y a la retórica nuclear cada vez que lo considera necesario. Esto no solo responde a la intención de recordarle al mundo que —como dice Putin— una superpotencia nuclear no puede ser derrotada, sino también a una táctica de guerra de nervios que ha resultado altamente eficaz: mantiene a Occidente fuera del terreno de las hostilidades y genera temores entre amplios sectores de sociedades occidentales, los cuales terminan impactando en decisiones electorales y políticas. El propio Trump, en sintonía con su base, lleva años afirmando que lo que Biden y Zelensky pusieron en juego fue nada menos que la “tercera guerra mundial”.

2. También sabemos que, frente a las nuevas sanciones impuestas por Estados Unidos y Europa, Rusia respondió con una demostración de fuerza y guerra psicológica a través de tres eventos consecutivos en octubre:

(a) el anuncio de un ensayo con el misil de crucero de propulsión nuclear Burevestnik;

(b) el anuncio de la realización de un ejercicio de alerta o lanzamiento nuclear el 22 de octubre; y

(c) la prueba, a decir del Kremlin, “altamente exitosa” del torpedo submarino de propulsión y capacidad nuclear Poseidón, descrito como “capaz de provocar un tsunami”.

3. Sabemos además que, justo antes de la visita de Trump a Corea del Sur, Pyongyang llevó a cabo una nueva prueba con misiles, reafirmando su papel en la escalada regional.

4. Finalmente, sabemos que China lleva años expandiendo su arsenal nuclear, realizando pruebas con misiles balísticos intercontinentales y, en un desfile reciente, mostrando de manera ostensible su creciente capacidad y ambición nuclear.

5. Por consiguiente, si se entiende bien a Trump y la forma en que reacciona —pero sobre todo si se comprende la lógica que sustenta su doctrina de “paz mediante la fuerza”—, no debería sorprender que justo en estos días haya anunciado que permitirá a Seúl construir un submarino de propulsión nuclear. Asimismo, poco antes de su reunión con el presidente chino, informó que, “debido a los programas de pruebas de otros países, he instruido al Departamento de Guerra a comenzar a probar nuestras armas nucleares en igualdad de condiciones”. Aunque esta medida probablemente tardaría meses en concretarse, contribuye a la espiral de tensiones mencionada y, sin duda, derivará en una intensificación de la carrera armamentista y en mayores demostraciones de fuerza entre las potencias nucleares del mundo.

Pensemos, entonces, en el contexto para comprender con mayor claridad —sin sobredimensionarlos— los riesgos que todo esto implica.

El contexto

El retorno de la rivalidad entre las superpotencias no inicia con Ucrania, sino desde varios años atrás. Pero la interpretación que se hace en Occidente es que se desaprovechó la ventana de oportunidad que existía para realmente disuadir a Putin. Se debió actuar con mucha más fuerza contra él desde el mismo instante en que Rusia invade y anexa Crimea en 2014. La decisión de apoyar a Ucrania con armamento, con la expansión de los despliegues de la OTAN o con medidas como incorporarla a la Unión Europea, llegó demasiado tarde y con muy escasa determinación, decían los ministros exteriores de Eslovaquia, Bulgaria y Letonia en el foro de Bratislava en 2022. El ministro de Letonia incluso indicó que no se trata de que la OTAN despliegue a un par de miles de soldados en algún lugar para que entonces, “cuando Putin decida invadir”, esas 2,000 tropas salgan corriendo a “avisarnos” que Rusia está invadiendo. Al revés. De lo que se trata es de ejercer despliegues militares y armamentistas de tal magnitud en todos los países de la OTAN en la zona, que a Putin ni siquiera se le ocurra la posibilidad de invadir como lo hizo con Ucrania; además de sumar a esa alianza, decían los ministros, a otros países que aún no forman parte de ella como Moldavia o Georgia.

En un artículo de ese mismo año, The Economist afirmaba que Putin no debía de ninguna manera sentir que sus amenazas nucleares tuvieron éxito. Es decir, indica el texto, Moscú ha sido altamente eficaz en persuadir al mundo entero de que, si algún país de la OTAN hubiese entrado a Ucrania con tropas o aviones para defenderle, ello haría al conflicto escalar velozmente hacia una guerra nuclear. Occidente debía, en cambio, según The Economist (una línea que esta publicación sostiene a la fecha), invertir recursos, armas y el mayor esfuerzo—y sin miedo—para que Putin sea derrotado y comprenda que sus capacidades nucleares no le permiten andar invadiendo países de su región.

La cuestión es que este pensamiento no se limita a Europa. Un ejercicio de simulación conducido por el Centro para una Nueva Seguridad Americana reveló que, si Washington buscase defender a Taiwán en caso de una invasión china, el conflicto podría rápidamente tornarse nuclear. Por tanto, recomienda el equipo de expertas/os, esa invasión debe evitarse a toda costa mucho antes de que ocurra. La única alternativa para lograrlo, indica su ensayo en Foreign Affairs, es un mucho mayor despliegue de fuerza por parte de Estados Unidos en Asia, y comunicar eficazmente a China que Washington está absolutamente determinada a usar esa fuerza en caso necesario, de manera tal que Beijing piense mucho mejor las cosas antes de atreverse a invadir.

Disuasión y guerra de nervios

La teoría nos dice que una guerra entre potencias nucleares es altamente improbable. El atacar a quien tiene capacidad de destruirme se vuelve una decisión no racional puesto que el resultado de una guerra así no sería la victoria sino el suicidio. El objetivo de tener armamento de ese tipo es, entonces, meramente disuasivo. Sin embargo, por lo que hay en juego en guerras activas como las actuales, esta serie de argumentos necesita someterse a un mucho mayor escrutinio. Primero, por la vasta investigación (desde la economía conductual hasta la neurología) que existe acerca de la irracionalidad en la toma de decisiones. Segundo, por la posibilidad de que alguien, en el camino, encontrara motivos como para que un primer ataque nuclear sí tuviese justificaciones racionales. Por ejemplo, Ucrania no cuenta con bombas atómicas, y, por tanto, si ese país en específico fuese atacado nuclearmente por Rusia, tendríamos que evaluar hasta dónde y cómo sería defendida por sus aliados occidentales.

De ahí la relevancia de la guerra de nervios, el miedo y la disuasión. Al incrementar su retórica nuclear y mostrar su músculo, las superpotencias no solo pretenden demostrar que cuentan con cierto nivel de tecnología en el campo, sino que buscan convencer a sus adversarios de que, dado el caso, están realmente determinadas a emplear ese armamento incluso a pesar de los costos que ellas tendrían que pagar o sufrir. Esto, insisto, en teoría, busca producir miedo en la contraparte y disuadirla de ciertas acciones y decisiones.

Irracionalidad, cálculo y armas nucleares

La cuestión es que, frecuentemente, se asume como un hecho la racionalidad de los actores que toman decisiones cruciales, una suposición que se traslada desde la microeconomía a campos como el de las relaciones internacionales y, específicamente, la disuasión nuclear. Esta base implica que los líderes son actores que eligen después de un frío cálculo de riesgos, costos y beneficios, seleccionando la mejor alternativa para sus fines. Autores como Krepinevich, y el premio Nobel Thomas Schelling, han empleado esta lógica para explicar la dinámica nuclear, incluso sugiriendo que, en ciertas condiciones, un ataque preventivo devastador podría ser visto como una decisión racional para evitar ser aniquilado por el contrario, resumiendo la tensión como "el temor de ser un pobre segundo por no ir primero". El problema es que esta serie de cálculos parte de la racionalidad como base ineludible del comportamiento, a pesar de que la concentración de poder en algunos líderes (como Trump, Putin, Xi o Kim) nos obliga a evaluar su comportamiento individual.

Cuestionando la racionalidad en la toma de decisiones

Hace tiempo que la visión tradicional de la racionalidad ha sido fuertemente cuestionada desde múltiples disciplinas. Daniel McFadden señala que existe amplia evidencia de la psicología cognitiva, la neurología y otras ciencias que desafían las suposiciones básicas de la elección racional, indicando que las preferencias son maleables y dependientes del contexto, que la memoria y las percepciones están a menudo sesgadas y que los procesos de toma de decisiones frecuentemente se descuidan o malinterpretan. De igual forma, el trabajo de Richard Thaler en la economía del comportamiento nos muestra cómo a veces tomamos decisiones no racionales debido a muy diversos factores, como la aversión a aceptar costos caídos, la búsqueda de recompensas inmediatas a pesar del costo a largo plazo, o simplemente por fatiga mental. En resumidas cuentas, la vida real no es siempre un tablero de ajedrez donde se calcula fríamente cada movimiento; a veces, elegimos opciones que sabemos son peores o más costosas.

Por tanto, un modelo de estabilidad que descansa en decisiones racionales de los frágiles, vulnerables e irracionales seres humanos que somos, al final del camino, pende de un hilo. La historia como dije, afortunadamente, hasta ahora, ofrece varios ejemplos para respaldar el comportamiento racional en este campo. Pero esa regla solo necesita fallar una sola vez para lamentarlo eternamente. Así que, me quedan claras las dificultades que hoy presenta el construir un modelo alternativo—basado en una arquitectura sistémica mucho más sólida que no dependa de una u otra persona, sino de instituciones, arreglos y estructuras como durante décadas lo han sido el desarme y los tratados internacionales que le sostienen. Pero la conciencia de esas dificultades no debe—no puede—desanimar a todos los actores realmente interesados en la paz y la estabilidad globales, de seguir empujando en esa dirección.

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