La democracia es un régimen político basado en un conjunto de reglas, diseñadas mediante el diálogo y la deliberación pública permanentes, que garantiza el cumplimiento eficaz y transparente de derechos (y obligaciones) en condiciones de igualdad. La democracia no es solo aritmética de votos ni, mucho menos, un método para decidir quién manda y nada más.
El régimen más democrático no es el que suma más elecciones, sino el que establece y hace respetar los derechos fundamentales (que protegen a los más débiles); que respeta los derechos de las minorías; que evita la concentración de los poderes públicos; que obliga a la rendición de cuentas de quienes asumen la representación política; y que afirma la renovación periódica de sus poderes.
La democracia es un régimen que limita a quienes gobiernan, porque son mandatarios obligados por los derechos: pueden tener más o menos respaldo popular durante el periodo de su encargo, pero nada les exime de obedecer las normas de la convivencia.
En ella, el pueblo tiene la opción de participar en los asuntos públicos que le interesan o le atañen, para exigir el cumplimiento de los mandatos establecidos en las leyes y vigilar a quienes asumen la obligación de honrarlos. La participación ciudadana es tan amplia y libre como la voluntad de las personas que deciden emprender acciones colectivas, con seguridad, y sin más límite que los derechos de otros.
La democracia no establece metas, sino métodos. Quienes prometen resultados son las personas que encarnan de manera temporal la representación política en sus diversas expresiones, bajo la vigilancia y el contrapeso de las normas y de las instituciones que los controlan. Si no cumplen sus promesas, el pueblo siempre tendrá la opción de retirarles su respaldo y cambiarlos, a conciencia y sin derramar sangre.
Esos mandatos acotados y temporales se obtienen mediante el sistema electoral explícitamente diseñado para que la mayoría seleccione, entre opciones y programas diferentes, cuál considera más apropiado para legislar y gobernar durante un periodo establecido de antemano. Pero las elecciones deben ser libres, informadas e imparciales en su organización, sin sesgos, ni coacción, ni presiones sobre las y los ciudadanos registrados en el listado de electores potenciales. Las elecciones con resultados decididos de antemano, sin información y garantías plenas de respeto al voto contradicen y, eventualmente, matan a la democracia.
Los regímenes autoritarios se distinguen por la anulación de algunas o de todas las características que definen a las democracias. Pueden apelar al voto simulado, mientras corrompen e ignoran las reglas de la competencia; o pueden cancelar toda forma de pluralidad en nombre de una sola ideología y un solo liderazgo, como el fascismo de derecha o las autocracias de izquierda; o eliminarlo todo para establecer un régimen totalitario que puede llevar hasta la extinción del sentido de humanidad y singularidad entre los individuos, como lo documentó Hannah Arendt.
Quien pretenda defender la democracia tendría que empezar por defender los derechos vulnerados de la sociedad. Desde esa trinchera, tendría que oponerse de manera tajante a cualquier intento de burlar o eliminar la veracidad del voto; y buscar, con valentía y convicción, que las y los mandatarios del país se sujeten a las normas que los rigen y que rindan cuentas francas y verificables de lo que hacen (o no hacen) y reclamar las consecuencias de un mal desempeño.
La democracia no es la lucha por el poder a secas, sino el poder del pueblo a través de sus derechos. Quien defiende a la democracia no confunde estas tesis, ni supone que todo se reduce a la suma aritmética de votos ganados con argucias, trampas y dinero.
Investigador de la Universidad de Guadalajara

