Para honrar el proyecto autocrático del presidente López Obrador, Claudia Sheinbaum se ha propuesto destruir el sistema de partidos. Dirán que nadie ha sugerido eliminarlos. Pero la reforma electoral anunciada por la presidenta los anulará. A la reiterada y odiosa propaganda negativa sobre su existencia, se ha venido sumando la manida idea de la democracia popular, sin intermediarios estorbosos.

Los primeros ensayos los hizo López Obrador con las asambleas a mano alzada para convalidar sus decisiones y, luego, con las consultas para enderezar acusaciones contra los expresidentes o para aceitar su maquinaria de culto, con el cuento de la revocación.

Pero la joya vendría con las elecciones judiciales: elecciones sin partidos, pero con el gobierno a tope. Una comedia electoral, con candidatos a modo, movilizaciones con dinero público y acordeones para garantizar los resultados. Lo importante es el voto popular, ha dicho la presidenta Sheinbaum muchas veces. Sí, el voto mangoneado por el aparato en el poder, sin partidos y con instituciones electorales controladas.

Sin duda, los partidos tienen mala fama y su desprestigio no es ajeno a sus excesos. Pero la fuerza de la propaganda hostil emitida todos los días por el gobierno les ha hecho mayor daño, hasta el punto de llevarlos a la parte más baja de casi todas las encuestas de opinión. El caldo de cultivo ideal para acabar con cualquier disidencia “moralmente derrotada”. ¿Para qué querrían un régimen político plural, si pueden consultar al pueblo sin intermediarios?

Para reemplazar a los partidos han ideado el eufemismo que le da título a esta nota: la democracia popular. De eso trata la reforma electoral que aprobarán con los métodos autoritarios que antes criticaron tanto: sin diálogo, sin diagnósticos y con las mayorías que se construyeron mediante la leguleya suma de 20% más de sus votos reales para controlar la Cámara de Diputados y los chantajes mafiosos operados por su bancada en la Cámara de Senadores (cuyo líder ha demostrado cómo hacer negociaciones políticas que no pueden rechazarse).

Así, ya tejen tres cuerdas para ahorcar partidos: 1) reducirles el financiamiento público y limitarles el privado (ambas cosas se las quedará el aparato del gobierno: todo el erario y todos los arreglos financieros disfrazados de aportaciones a la causa); 2) reducir hasta (casi) su extinción la representación proporcional: curules y escaños serán para la mayoría y los pocos opositores que se cuelen a las cámaras servirán, acaso, como floreros, para decir que ahí está el pluralismo; y 3) la captura de los órganos electorales con consejeras y consejeros puestos a modo, como eligieron a los ministros y ministras de la Suprema Corte y como ya lo están haciendo con los nuevos integrantes del Tribunal Electoral; y para rematar, borrarán del mapa al servicio profesional electoral (la columna vertebral de la organización actual), reducirán los recursos del INE hasta la inanición y controlarán la integración de las casillas.

¿Qué quedará después de eso? Un régimen autocrático que ganará todas las elecciones (o dirá que las ganó), con poderes públicos subordinados, con cargos repartidos como botín y sin contrapesos institucionales. Harán lo que les venga en gana y dirán, insisto, que se trata de una democracia popular donde “el pueblo” tomará las decisiones, eso dirán, pero con elecciones compradas, controladas y amañadas. ¿Para qué servirán los partidos de oposición en ese entorno? Para ofrecer legitimidad y, eventualmente, como punching bag para los discursos oficiales.

Hacia allá vamos. Y después, la gran obra del transformador quedará completa: el Estado mexicano habrá vuelto al singular: un líder, una doctrina, un programa, un partido, un poder y nada más.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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