No quiero engañar a nadie. El logro anunciado recientemente por el INEGI es digno de aplauso. Millones de mexicanos salieron de la pobreza. El incremento en el salario mínimo y las transferencias directas derivadas de los programas sociales derrumbaron uno de los dogmas neoliberales. Bien por eso. Hay matices que hacer, claro; como en todo. Pero el éxito es innegable. Ahora bien, me preocupa que el éxito transmute en justificación del orden político impuesto en el último año. Algo así ya sugería José Woldenberg hace unos días. Quiero profundizar en el tema.

Uno de los temas primordiales de la filosofía política es la justificación del poder y la obediencia. ¿Por qué alguien puede disponer de la voluntad ajena? Más aún, ¿por qué alguien debe obedecer la voluntad de otro? Los debates sobre estos temas abundan desde hace siglos. Pero el denominador común a todos es que hay una dimensión moral que debe tomarse en cuenta. El poder por el poder, al final, se acaba destruyendo a sí mismo porque sólo se puede legitimar en referencia a un objeto externo. El poder se justifica en la medida en que persigue un fin último, valioso y, en principio, justo. Uno obedece porque cree que cedió su poder en razón de un objetivo justo, bueno o conveniente para su vida. Quien ostenta el poder, por tanto, debe considerar siempre a los destinatarios del mismo y justificar su uso. Todo poder es, siempre, un poder por y para algo.

Así, todo régimen es un orden de dominación que se legitima fuera de sí mismo. El problema es cuando esa legitimación se torna en justificación para acumular más poder. Cuando el poder se vuelve circular. Cuando esto ocurre, se confunde la legitimación con el afán de concentración de poder. El régimen actual, qué duda cabe, es legítimo. Eso le otorga un mandato amplísimo para llevar a cabo transformaciones profundas. Esas son variopintas: económicas, sociales, culturales, políticas, etcétera.

Lo que no queda claro es que esa legitimación implique una necesidad de acumulación de poder. Tampoco es claro que la legitimación inicial sea una fuente infinita de legitimidad. El voto no es un cheque en blanco. Así parecería que hay una relación engañosa de causalidad entre menoscabar los pesos y contrapesos institucionales —con la reforma judicial—, disminuir la esfera de libertad personal —con la prisión preventiva oficiosa— y, ahora, dinamitar las libertades políticas —con la anunciada reforma electoral—; y lograr sus objetivos gubernamentales. Se trata de una confusión entre la fuente de legitimidad del poder —el respaldo popular— y el alcance de éste —la reestructuración del poder mismo—.

Temo que en los pasillos del grupo en el poder empiecen a creer de verdad que el avance de su proyecto no sólo justifica la eliminación de los controles y límites del poder, sino que sea vea ya como una necesidad. En las postrimerías de la revolución francesa se impuso esa forma de concebir el poder político y ya sabemos qué pasó después…llegaron el terror y el imperio.

Sé que no estoy diciendo nada nuevo. Desde 1997, Fareed Zakaria documentó el surgimiento de las democracias iliberales. Es decir, de gobiernos que llegan al poder democráticamente para después socavar sus componentes liberales, a saber: la división de poderes y los ámbitos de derechos fundamentales. El discurso de los poderosos es y ha sido siempre el mismo: necesitamos enterrar las herramientas del viejo régimen para avanzar nuestro proyecto. De esta manera los arreglos liberales se pintan como obstáculos para el poder en turno.

Se pasa por alto también que el liberalismo no es un mero arreglo institucional, sino una tradición política que, en mi opinión y en muchas otras, es fundamental para la justicia social. Contrario a las falsas dicotomías que se derivan de la oposición entre liberalismo y populismo, creo que la mejor versión del liberalismo es de corte igualitario. Es una en donde se exija que el poder vea, ante todo, por lo más desaventajados de la sociedad y se procure insuflar vida no sólo a los derechos de libertad, sino a los sociales lo que implica una acción fuerte y decisiva del Estado para remediar la miseria y la desigualdad.

El actual gobierno cada vez se aleja más de esta versión igualitaria. No por la cuestión social, sino por la destrucción del componente liberal que, a su vez, es necesario para la justicia social misma. A la mejor piensa que ambos, libertad e igualdad, no pueden ir de la mano. En ese caso es un error conceptual que se puede corregir. O a lo mejor tiene un proyecto de poder puro y duro. De poder por el poder y para el poder. No lo sé.

@MartinVivanco

Ver Zakaria, Fareed, “The Rise of Illiberal Democracy”, Foreign Affairs, November-December 1997.

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