En los días previos a los asesinatos de Carlos Manzo y Bernardo Bravo, la narrativa oficial del gobierno federal insistía en proyectar —con base en datos anómalos— el progreso sostenido en la seguridad del país.
Desde Veracruz, el 20 de octubre de 2025, la presidenta Claudia Sheinbaum anunciaba que se esperaba una mejora en todas las entidades. Días después, en su comparecencia ante el Senado, el secretario de seguridad federal, Omar García Harfuch, presentaba cifras alentadoras: reducciones del 28% en feminicidios, 28% en lesiones por arma de fuego, 69% en secuestros y 48% en robos con violencia, destacando que se registraban 27 homicidios menos al día.
No obstante, este relato emitido desde los espacios institucionales más visibles del poder se desvanece frente a la realidad de los territorios donde el Estado ha perdido presencia. Los asesinatos de figuras como Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, y Bernardo Bravo, líder limonero, funcionan como una alerta: cuando los ataques alcanzan la cúspide del poder local, el Estado revela su debilidad. No avanzamos hacia una dictadura, sino hacia el caos del desgobierno criminal.
El asesinato de Carlos Alberto Manzo Rodríguez, en pleno centro histórico de Uruapan, rodeado de su comunidad durante las festividades del Día de Muertos, estremeció a México. Pocas semanas antes, Bernardo Bravo Manríquez, también michoacano, había sido ejecutado. Ambos desafiaron abiertamente a las organizaciones criminales que, en regiones como Michoacán, no sólo explotan mercados ilícitos, sino que establecen las reglas del juego a nivel político, económico y social, asumiendo el control total de los territorios. Estas ejecuciones más que desmentir la versión oficial, simbolizan al Estado disuelto a nivel local.
El asesinato de 40 alcaldes en funciones, registrados de diciembre de 2017 a la fecha, sumado al de decenas de funcionarios, empresarios y líderes sociales, evidencia el avance de regímenes criminales que se expanden sobre el vacío institucional. Estos grupos suplantan las funciones del Estado y moldean con violencia la vida política y económica de vastas zonas del país.
Me parece impreciso afirmar que México se dirige hacia una dictadura. No existe un poder central que lo controle todo; hay un Estado disminuido, que ha perdido la capacidad de gobernar a nivel de los territorios locales, donde transcurre la vida cotidiana. Los asesinatos de un alcalde y de un líder productivo lo demuestran: al centralizar funciones en el Ejecutivo federal, el Estado no está imponiendo su poder, sino cediéndolo.
Ni dictadura ni control: el desgobierno criminal
Se ha señalado que el régimen de Morena conduce a una dictadura debido a las enmiendas constitucionales que han eliminado contrapesos al Ejecutivo en el ámbito federal. Entre ellas, la reforma judicial, la desaparición de organismos autónomos y la erosión de la Ley de Amparo. Otras medidas, como la militarización, han fracturado el pacto federal, debilitando los equilibrios entre niveles de gobierno. Y es cierto, estos cambios concentran poder político. Pero una dictadura exige control: un mando único, centralizado, capaz de imponer su voluntad en todo el territorio. Eso es justamente lo que hoy no existe.
El Estado mexicano ya no gobierna amplias regiones. Lo que observamos no es autoritarismo, sino disolución del poder estatal. El país está fracturado en zonas donde el crimen impone reglas, administra justicia, cobra impuestos y decide quién puede ser alcalde o empresario. En lugar de un régimen totalitario, enfrentamos múltiples regímenes criminales a nivel local —dispersos y rivales— que ejercen poder político y económico con autonomía fáctica.
La violencia que padecemos no habla de un Estado fuerte, sino de su ausencia. Los grupos criminales no buscan derrocar al Gobierno: lo suplantan. Controlan mercados y exportaciones, fijan precios, seleccionan candidatos y asesinan a quienes intentan resistir. En Michoacán, por ejemplo, controla la cadena productiva del aguacate y del limón, los transportes, los cobros y las exportaciones. Numerosas decisiones e intercambios económicos están mediados por su aprobación.
Un Estado débil y municipios disfuncionales
La raíz del problema no reside únicamente en la violencia, sino en el diseño institucional fallido del municipio mexicano. La mayoría son gobiernos fiscalmente inviables y jurídicamente limitados: carecen de autonomía para definir políticas públicas, dependen casi por completo de transferencias federales y estatales, y operan como oficinas administrativas sin control real del territorio. No han logrado construir corporaciones de seguridad y justicia capaces de garantizar un mínimo de Estado de derecho. Los alcaldes, sin recursos, sin fuerza pública y, en muchos casos, sin poder real, se convierten en blancos fáciles para el crimen o terminan subordinados a él.
Recomendaciones para un Estado reconstituido
Frente a este escenario, es necesario replantear el modelo municipal reformando su marco legal y financiero porque sin gobiernos locales fuertes, no hay Estado posible. Urge dotarlos de sostenibilidad fiscal, atribuciones reales y capacidad operativa, al tiempo que se desarticulan las economías criminales. Es preciso identificar los sectores capturados —como el aguacate, el limón, la minería o el transporte— para crear cadenas productivas verificadas, libres de extorsión, con trazabilidad y monitoreo internacional. Se requiere fortalecer las capacidades de orden y de justicia a través de recuperar la inteligencia civil, de mejorar las condiciones laborales de las policías locales, profesionalizarlas y equiparlas. Es necesario garantizar autonomía y gestión efectiva en las fiscalías, y optimizar la coordinación entre órdenes de gobierno.
Por último, es crucial proteger a quienes resisten mediante un mecanismo federal e internacional de protección para alcaldes, empresarios y líderes sociales bajo amenaza. Esto también conlleva reactivar la participación ciudadana promoviendo redes locales de vigilancia, transparencia y denuncia frente a la cooptación criminal.
El desafío es reconstruir el poder desde lo local
Ya podemos afirmar que el debilitamiento de los contrapesos institucionales, impulsado por el gobierno de Morena, ha facilitado el ascenso de los regímenes criminales. Las organizaciones delincuenciales gobiernan mejor sin frenos ni equilibrios, y con un Estado de derecho debilitado. Estas condiciones les permiten dictar y consolidar las reglas del juego político y económico con mayor margen de maniobra, asesinando impunemente a quienes intentan ejercer autoridad legítima.
Mientras discutimos si México avanza hacia una dictadura, el verdadero poder se consolida fuera del Estado. El desafío actual no es contener a un poder centralizado, sino reconstruir uno que se ha dispersado y debilitado, especialmente a nivel municipal. Hasta que eso ocurra, las muertes de Carlos Manzo y Bernardo Bravo seguirán recordándonos que el crimen no solo desafía al Estado mexicano: quizás ya lo reemplazó.
Directora general de México Evalúa

